Sábado 9 de septiembre de 2017. Hora 8:15 am. Desde la ciudad de Rubio, llegamos a San Antonio del Táchira. 25 minutos de carretera. Pasamos dos puntos de control de la GNB: “Las Dantas” y “Peracal”. Dejamos el vehículo en un estacionamiento cerca de la Aduana de San Antonio. Aquí comienza el negocio. Pago de la tarifa única: Bs 5 mil por 1, 2, 3 o más horas. Cuando los estacionamientos están llenos, entonces debes pagar otra tarifa a “parqueadores” que cuidan vuestro vehículo en la calle el tiempo que estés en Cúcuta. Una de las calles que conduce a la Aduana es un poema. Pero de trasnocho: moto-taxistas a granel, puestos de comida rápida sobre las aceras te lanzan a caminar por el centro de la vía; carretilleros gritando a voz en cuello: “llevo la maleta, llevo la maleta”. Y es que como un caudal de río desbordado, van decenas de hombres, mujeres, niños, ancianos buscando atravesar el cordón de GN que registran las maletas de cualquier tamaño y color. El tránsito es en ambos sentidos. Unos llegan de Cúcuta y otros van hacia allá. No hay sonrisas. El paso es apresurado. Todos en hileras. En fila india, pues. La comparación con los bachacos es pertinente: el objetivo es llegar al destino con la carga para satisfacer sus necesidades. La diferencia es que los primeros cargan trocitos de hojas y los segundos, maletas vacías para llenarlas de algo que no hay en Venezuela.
Continuamos la travesía hacia el puente Simón Bolívar (SB). Desde la Aduana hasta la mitad del puente, una cuerda (mecate) color amarillo advierte que se debe andar por la acera en la cola hasta llegar al punto de control de la policía colombiana. Desde allí vía libre. Sin obstáculo. Dato importante: una vez se alcanza pasar el punto policial colombiano, se respira aire de libertad. No es ironía. Es una sensación que trasmite el ser humano cuando se cree oprimido. De hecho, hice una misma pregunta (como investigador) a dos personas: ¿Cómo se siente usted una vez que ha pasado al lado colombiano? (1) “”Feliiiiiz…”, casi gritó una señora; (2) “Mira, nos sentimos bien, creo que vamos a comprar algunas cosas que necesitamos…” Respondió un señor acompañado por dos niños.
Seguimos caminando hasta llegar a La Parada. Allí, un mercado persa se queda corto por la algarabía y el trajín de las personas. Un taxi nos llevó hasta el centro de Cúcuta. En la plaza Santander, se abre un panorama patético para decenas de venezolanos. Los bancos abarrotados, de ambos sexos y de todas las edades. Algunos piden para mitigar el hambre. Las aceras les sirven de colchón. Allí se sientan con sus pequeños en brazos. Tal vez es una carga para las autoridades de la ciudad de Cúcuta. Pero han sido solidarios con nuestros hermanos. En el centro comercial “Alejandría”, el ambiente no es menos agradable. Es el epicentro financiero de Cúcuta. Las casas de cambio (decenas) son visitadas todos los días por centenares de venezolanos que buscan obtener divisas, no en yuan ni en rupias, sino en pesos o dólares. Eso ha sido por años, y siempre con el calor a cuestas.
De regreso a La Parada, la calle y el puente SB, que servía de tránsito vehicular (antes del cierre de la frontera), ahora es un espacio para vendedores ambulantes. Jóvenes de ambos sexos (en su mayoría venezolanos) ofertan su mercancía a viva voz: agua mineral, helados, café, empanadas, tortas, “mire las chupetas, lleve tres y pague dos…”. Un detalle: en la mitad del puente SB los postes de alumbrado público hacia Cúcuta apagados, y los de Venezuela, encendidos (3:00 pm). Mi esposa me dijo: “Impactante, una frontera caliente”.
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Alfredo Monsalve López