Alfredo Monsalve
Todos observaban al coronel Baldomero Mijares que bailaba en el centro de aquel inmenso salón con una mujer de unos 15 años menor que él. Baja de estatura. Delgada. Cabello negro y con un moño en la parte superior de la cabeza. Era una de sus amantes. La comunidad lo sabía, menos su esposa, que formaba parte del componente militar, como secretaria adscrita a la división de explosivos. El coronel Mijares reía a carcajadas. Tal vez por lo que le comentaba al oído su pareja de baile. La música era pegajosa. En otras palabras, hacía vibrar los músculos de todo el cuerpo de los presentes sentados en sus respectivos asientos. Algunos derramaban el contenido de las copas y algunos vasos. La fiesta se realizaba, precisamente, por la celebración del cumpleaños de la amante del coronel, Teresita, que cariñosamente así le llamaban. En el centro del salón estaba la mesa que sostenía la gran torta de tres pisos con 25 velas. Todas las miradas se centraban en la pareja que no dejaba de bailar. Una, dos tres y hasta cuatro piezas musicales. Estaban allí, sin soltarse. El uno para el otro. Como verdaderos novios adolescentes.
El coronel Baldomero Mijares no portaba el uniforme con la cantidad de medallas y botones de reconocimiento por su entrega incondicional a la causa militar. Al igual que Teresita, era bajo de estatura. De contextura regordete. De piel rojiza. De unos 95 kilogramos de peso. Baldomero soltó dos estornudos. La gente se alarmó. Pero la mirada imponente del militar bastó para que todo volviera a la tranquilidad. Hasta allí duro el baile de la pareja. Decidieron buscar la mesa para sentarse. Que por cierto solo estaba ocupada por una docena de oficiales subalternos y superiores en jerarquía al del coronel Mijares. Él se fue al baño y ella a la mesa.
De pronto, en la parte externa de la casa, se escucharon los frenos de vehículos. Uno grande y largo. De color negro. Vidrios ahumados. A su lado, cuatro camionetas del mismísimo color al del vehículo. De las camionetas bajaron unos individuos y se apostaron al lado del gran vehículo. De su interior bajó, con franelilla deportiva, el presidente de la República. Desde dentro del salón, fue divisado. La sorpresa los invadió a todos. Se apagó la música. Hubo un silencio del tamaño de una catedral. Desde el baño se escuchó un estruendoso estornudo. El nerviosismo de los oficiales que ocupaban la mesa gigante del coronel Mijares y Teresita, se acomodaron sus uniformes militares. La figura del Presidente apareció en el umbral de la puerta del salón de baile. Los oficiales, al unísono, se pusieron de pie. Era alto. Corpulento. De unos 2 metros de estatura. De largos bigotes negros que les llegaban hasta la barbilla. Seis sujetos le acompañaban. Todos de la misma estatura del Presidente. Miró en silencio a ambos lados del salón. Hizo un movimiento con la cabeza a sus escoltas y estos rodearon la mesa de los oficiales allí parados. El Presidente no saludó.
Era torpe, ignorante y tosco al hablar. Le costaba sostener un diálogo. Solo se limitó a preguntar por el coronel Baldomero Mijares. “¿Dónde anda ese carajo?”. Dijo. Teresita intervino (un tanto embriagada): “ese carajo está en el baño”. Y preguntó: “¿Quién le busca y para qué?”. Aumentó mucho más el nerviosismo en todos los presentes. Más aún en los oficiales. Sabían de lo que el Presidente era capaz. Este preguntó tuteando a Teresita, “¿y quién eres tú?”. La respuesta fue el silencio.
Del pasillo donde estaban los baños salió el coronel Mijares, acomodándose la correa de su pantalón. Cuando llegó al salón de fiesta, se sorprendió al ver al presidente de la República parado frente a los oficiales en la mesa. Solo se atrevió a saludar con la mano derecha al presidente. Este le dejó con la mano extendida y le dijo: “Coronel Baldomero Mijares, tengo noticias de que andas alborotando a los cuarteles en mi contra”. Se hizo un breve silencio. Todos estaban atentos a lo que decía el presidente. Prosiguió: “Coronel, lo voy a meter preso si continúa incitando a algunos oficiales y tropa militar a que se alcen en mi contra”. Hizo una pausa y continuó: “sé que hay ruidos de sables en todos los cuarteles y tú eres el causante de esa vaina”. Hubo silencio. “¿Qué tienes que decir Coronel a esta plasta que estás poniendo?” Silencio. El coronel le respondió: “Presidente, no son ruidos de sables, es el rugir, es el tronar de sables. Porque usted ha destruido a toda la nación. Y yo no soy eunuco. Tengo mis genitales bien puestos…”. No terminó de hablar. Un disparo por uno de los escoltas le hizo un orificio en la frente, para que el coronel Baldomero Mijares no fuera pendejo.
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