Opinión

Cruzando la frontera

15 de febrero de 2018

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Es una travesía dramática que va mostrando un doloroso paisaje nunca imaginado para quienes hemos cruzado, por múltiples razones, esos espacios transfronterizos de Venezuela y Colombia.

En un extremo, la masiva migración proveniente de impensables lugares de la geografía venezolana y con ella los relatos asombrosos en ese emprendido viaje de huida de las crecientes, insoportables e insostenibles precarias condiciones de vida. No hay rostros alegres en esas largas filas de emigrantes y el cansancio predomina en el ambiente, muchos se han movilizado a través de las redes que en dolarizadas tarifas operan desde diversos puntos del país, especialmente del eje Caracas-Valencia, tal como lo describen los informantes. Y no son pocas las denuncias sobre el incumplimiento de las promesas en los viajes ofertados, verdaderas estafas. Después tienen que soportar la altanería y la humillación del funcionario público trajeado con su pulcra camisa roja y su estandarte de “hombre nuevo, revolucionario y bolivariano”, que sin pudor y en improvisada oficina en la población de Ureña, cobra ilegalmente por estampar el sello en el pasaporte; este es uno de los escenarios del chantaje en el desespero. Es toda una odisea ese viaje de incertidumbre que para muchos no tiene proyecto definido ni hoja de ruta, aspirando llegar hasta donde alcanzan los dólares reunidos para costear el pasaje. Un detalle significativo en lo observado, casi todos llevan algún objeto visible que los identifica con su condición de venezolanos.

En el otro extremo, la ruindad total. Las ciudades fronterizas de Venezuela como San Antonio y Ureña, otrora comerciales, sede de prometedoras redes de pequeñas y medianas industrias del textil y calzado, se han convertido, como ya lo hemos reseñado en esta página, en estacionamientos público-privatizados y controlados en muchos sectores por las mafias locales. Pero el otro drama inconcebible se encuentra al atravesar el puente, cruzar la frontera y entrar al territorio inmediato de la vecina Colombia, al observar la mendicidad venezolana deambulando por las calles, durmiendo en los espacios públicos, realizando trabajos precarios o compitiendo con los carretilleros para obtener unos pesos que les representan una fortuna al cambio en bolívares; un poco más al fondo, aparecen los oscuros relatos de la prostitución de todas las edades y sexos. Una ruda realidad que genera una profunda pesadumbre. Situaciones similares se relatan en todos los espacios de fronteras con Colombia y en los lindes con Brasil.

No faltan en estos escenarios las actitudes xenófobas y el desprecio al otro. Tampoco los que no quieren ver este drama humano por razones de afinidades político-ideológicas con ese esperpento denominado revolución bolivariana; y por supuesto no se espera otra postura de las autoridades gubernamentales venezolanas al tratar de minimizar e incluso mentir sobre esta compleja coyuntura fronteriza, tal como lo hizo recientemente el canciller de Venezuela que, utilizando datos falseados de otros momentos, ha pretendido demostrar que ocurre todo lo contrario, sin importarle lo grotesco que resulta ante una realidad tan evidente. No se puede esperar otra posición de quienes cerraron y prometieron la nueva frontera, ahí están sus resultados.

Pero hay otros espacios en los lindes con Colombia y Brasil donde se extiende la solidaridad, la comprensión, la ayuda humanitaria y no se desdibuja esa olvidada palabra integración; seguramente esos espacios serán el sustento para recomponer las relaciones transfronterizas y su potencial aprovechamiento productivo, en el contexto de ese indispensable cambio que se requiere para reconstruir esta derruida Venezuela.

Mario Valero Martínez / @mariovalerom

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