Francisco Corsica
Es innegable: entrar a un bodegón es un deleite visual para los amantes de las compras. La experiencia de recorrer sus pasillos es un bálsamo tras los devastadores años de escasez en los anaqueles. Recordamos con tristeza esos tiempos difíciles y, sin duda, deseamos que no vuelvan jamás. Aunque los retos socioeconómicos persisten, la falta de productos ha quedado en el pasado y eso es un alivio.
¿Por qué nos da tanto placer entrar a estos establecimientos? La respuesta es simple: la variedad de artículos es abrumadora y maravillosa. Desde el momento en que cruzamos la puerta, somos recibidos por una sinfonía de colores y aromas. Las estanterías están repletas de bolsas de todos los tamaños y colores, con una diversidad que va desde lo más sencillo y económico hasta lo más sofisticado y costoso.
La presencia de mercancías nacionales e importadas enriquece la oferta y brinda una sensación de prosperidad. Aunque muchas personas aún no pueden permitirse comprar todo lo que desean, la mera posibilidad de elegir entre tantas opciones hace que nos sintamos en un lugar próspero y abundante.
Respecto a los productos nacionales, cabe mencionar que inicialmente no eran los más abundantes. Como dirían los expertos: “esta es una economía de puerto”. Las etiquetas en sus envoltorios rara vez estaban en español y las marcas eran reconocidas transnacionales. Tradicionalmente, Venezuela ha sido un país dependiente de la exportación de materias primas como el cacao, el café y, principalmente, el petróleo.
Muchos venezolanos piensan que lo importado siempre será mejor que lo local, una percepción que refleja la poca valorización del esfuerzo y trabajo de los propios connacionales. No es por ser chauvinista, pero despreciar lo nacional es injusto y desalentador para quienes, con esmero y dedicación, buscan ofrecer calidad en cada una de sus labores, todo dentro de esta misma tierra.
Sin embargo, la realidad está cambiando lentamente. En los últimos años, hemos visto un resurgir de la producción nacional. Cada vez más, los bodegones llenan sus estanterías con mercancías hechas en Venezuela, y muchas de ellas compiten en calidad y precio con las importadas. Es un verdadero deleite ver cómo los productos nacionales empiezan a ganar terreno y a ser reconocidos por su excelencia.
Recientemente, algo sucedió que ayuda a contrarrestar esa idea de que lo foráneo siempre es mejor. En uno de estos locales, una señora estaba mirando entre varios embutidos. No le costó mucho escoger; solo tanteó por encima sin apartarlos con las manos y, cuando vio uno en específico, lo tomó y lo colocó en su carrito.
Lo sorprendente es que había varias marcas disponibles. Algunas tenían letras tan raras que parecían jeroglíficos. Otras, en cambio, tenían una etiqueta que decía “Hecho en Venezuela”. Al revisar más a fondo este último lote, es como una clase de geografía criolla: casi todas las entidades nacionales estaban mencionadas en unos y otros empaques. Da gusto, no hay otra forma de decirlo.
La compradora, una mujer de mediana edad con una sonrisa cálida y una mirada amable, observaba detenidamente aquel estante, tratando de decidir cuál de las opciones llevar a casa. Con un aire de confianza y serenidad, comenzó a hablar en voz alta, captando la atención de quienes, al igual que ella, estaban revisando precios y tratando de escoger.
“Me encanta desayunar con una arepa recién hecha, rellena con mantequilla, quesito rallado y lonjas de esta marca”, comentó con entusiasmo, su voz clara y melodiosa resonando en el pasillo. Los demás compradores, intrigados, levantaron la vista y comenzaron a prestar atención. Era como si una experta en gastronomía estuviera a punto de compartir un valioso secreto.
“He probado todas las marcas que están sobre la repisa de esa nevera,” dijo, señalando la amplia gama de opciones. “Las importadas son más baratas, pero no saben igual de bien que esta”, aseguró, sus palabras llenas de convicción y certeza.
Con un movimiento decidido, estiró la mano y mostró lo que llevaba en ella: un paquete de una marca nacional. “Esta es la que siempre elijo”, afirmó con una sonrisa contagiosa. “Su sabor es auténtico y cada bocado me transporta a los desayunos en la casa de mi abuela, que cocinaba tan sabroso que me veía obligada a repetir”.
Era una mortadela de pollo de una reconocida empresa nacional. Ese kilogramo costaba uno o dos dólares más que las otras, las cuales definitivamente no provenían de un país de habla hispana. Sin embargo, una persona que ha probado las alternativas se ha dado cuenta de que un producto nacional puede superar a uno importado.
¿Qué pasa cuando los sabores y la excelencia no conocen fronteras? La verdad es que la calidad de lo autóctono puede sorprender y superar las expectativas, desafiando el mito de que lo traído de otras latitudes siempre es mejor. Venezuela es un país con grandes potencialidades y es un ejemplo perfecto de este fenómeno.
La empresa privada venezolana ha demostrado ser un pilar crucial en la revitalización económica del país, creando empleo, contribuyendo con impuestos y ofreciendo productos y servicios que reflejan lo mejor de nuestra tierra. Como sociedad, debemos apoyar su fortalecimiento. Los ciudadanos podemos crecer junto a la iniciativa privada.
Al confiar en las capacidades de los agentes económicos nacionales, no solo damos un importante respiro a la economía doméstica, sino que también respaldamos una identidad compartida y un sentido de orgullo nacional. En esa dirección debemos remar, porque somos venezolanos y debemos sentirnos orgullosos de serlo.