Opinión

Cuatro momentos clave

12 de julio de 2019

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El siglo XX presenció dos grandes revoluciones productivas. La primera se inicia en 1913, cuando los principios de estandarización del trabajo, planteados por Frederick W. Taylor en su obra “Principios de la Administración Científica”, fueron aplicados por Henry Ford en la fabricación de sus vehículos. Ello dio lugar a la llamada línea de ensamblaje, en la cual cada obrero estaba llamado a cumplir una función repetitiva y puntual dentro de una inmensa línea mecanizada.

Con ello se dejaba atrás la fabricación individual de cada vehículo y se disminuían drásticamente el tiempo y el costo de manufactura involucrados por unidad. Una vez demostrada su eficacia, este modelo se generalizaría al conjunto de los procesos productivos de escala.

La segunda revolución se produjo a partir de la década de los noventa de ese mismo siglo, con la aparición de las llamadas cadenas de suministro. Este último proceso productivo se caracteriza por una híper especialización de la línea de ensamblaje, al punto de conducirla a su desmembración. Ello responde a la búsqueda del obrero de menor costo para cada fase del proceso productivo. Tomemos nuevamente el ejemplo del vehículo. Allí nos topamos con un promedio de cinco mil componentes involucrados, elaborados en múltiples fábricas especializadas que se distribuyen en diversos países, buscando siempre la mano de obra más económica.

El resultado de las cadenas de suministro es un rompecabezas elevado a la enésima potencia, solo manejable gracias a los gigantescos avances en las tecnologías de la información, el transporte y las comunicaciones. El seguimiento, control y movilización de numerosos componentes que se desplazan en las más diversas direcciones requieren, entre otros, de sofisticadísimos programas de computación, de inmensos cargueros y de una excepcional logística portuaria.

Los lugares finales de ensamblaje para cada producto, de su lado, son seleccionados en función de consideraciones, tales como el bajo costo de mano de obra, la presencia de infraestructuras aptas para la movilización de productos y componentes, la capacidad de volumen manejable y la cercanía con los mercados.

Entrado el siglo XXI se produjo la tercera gran revolución productiva. La misma entrañó la integración a nivel global de manufacturas y servicios. Esto implicaba pasar de las cadenas de suministro (centradas en las manufacturas) a las llamadas cadenas globales de valor. En función de este modelo, la empresa no se contenta con ir a la caza del obrero de menor costo para cada proceso fabril, sino que también persigue al ingeniero, al diseñador, al analista financiero, al contador, al programador o al encargado de atención al público de costos más económicos.

Desde luego, esto último implica dirigirse al país donde confluyan mayores niveles de calificación y menores costos para cada función. Para una típica multinacional, los informáticos que programan la movilización de las diversas piezas y componentes estarán probablemente en India, los contadores en Brasil, los obreros y las fábricas repartidos entre China, Indonesia o Vietnam, los encargados de atención al cliente en India. Y así sucesivamente.

Se está entrando ahora en una cuarta revolución productiva. La misma va a contracorriente de la globalización económica impulsada desde los tiempos de las cadenas de suministro. Bajo esta se avanza hacia un desacoplamiento entre las naciones tecnológicamente avanzadas y las que no lo están. La distinción entre países de alto costo y bajo costo de mano de obra va perdiendo sentido. Como también lo hará cada vez más la relación simbiótica entre los productores de recursos naturales y sus consumidores en el mundo desarrollado.

El aumento dramático en la destreza fabril de los robots ha ido acompañado por una caída igualmente dramática de sus costos, haciéndolos incluso asequibles a las pequeñas y medianas industrias. La tecnología agregativa (o de impresión 3D) avanza a pasos agigantados. Ello comienza a hacer innecesarios los inventarios para partes automotrices, aeronáuticas o de otra naturaleza, bastando con guardar los archivos digitales de estas para imprimirlas a contrademanda. Pero a la vez dicha tecnología posibilita la elaboración directa de componentes mucho más completos, obviando multitud de pasos productivos intermedios. La automatización del conocimiento tiende a hacer innecesaria la búsqueda de servicios profesionales fronteras afuera, cuando las propias computadoras avanzan en su capacidad de prestarlos. Todo lo anterior ha comenzado a propiciar el regreso de fábricas y servicios al mundo desarrollado.

Por si lo anterior fuera poco, también los recursos naturales provenientes del mundo en desarrollo se irán desacoplando de sus mercados tradicionales en el mundo desarrollado. Estos irán siendo sustituidos en el mundo desarrollado por productos provenientes de la nanotecnología, las tecnologías del genoma y de las células madres o de las energías limpias, por solo citar unos pocos.

(Alfredo Toro Hardy)

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