Opinión

Cúcuta no nos quiere

27 de marzo de 2018

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En Cúcuta hay luz, hay agua, hay gas. Los supermercados están abarrotados de productos alimenticios colombianos, de limpieza y de higiene personal, en todas las presentaciones, volúmenes, de múltiples marcas y precios. Cuando se camina por la parte comercial, las tiendas de textiles y ropas, como siempre ha sido, muestran en las vidrieras lo reciente de la moda juvenil, femenina, masculina y de niños. En las casas de cambio se puede obtener la divisa norteamericana con total accesibilidad. Las tiendas de electrodomésticos y de celulares de última generación están en cada esquina. En las droguerías, como ellos las llaman, se consigue el surtido de todas las medicinas que uno se pueda imaginar, para cualquier dolencia. Para nosotros, los venezolanos, que venimos de la miseria, de la más atroz pobreza y de la hambruna, cruzar San Antonio, pasar La Parada y llegar a la capital nortesantandereana, es como entrar a Disney World.

Después de este corto prefacio, voy a referirme a la excepción de la regla, es decir, a lo contrario que sugiere el título de este artículo. He tenido la oportunidad en las últimas semanas de estar varias veces en Cúcuta, incluso pernoctando. Mi percepción recogida durante mi estadía es que son pocos los cucuteños que han entendido, muy sinceramente, la horrorosa masacre a que nos tiene sometido el régimen comunista de Maduro. Como comunicador, observo, escucho, pregunto, indago, analizo hasta las señales gestuales y el trasfondo de las conversaciones con los cucuteños. Repito, son pocos los que realmente demuestran, inequívocamente, su solidaridad con el pueblo venezolano. Son los amigos cercanos o familiares que uno tiene. Es la gente que ha comprendido que en la vida de los individuos y de las sociedades se pueden presentar ciclos. A veces la prosperidad nos inunda; otras veces la adversidad nos acongoja. Esas pocas personas, me he dado cuenta, abren sus corazones, su generosidad y su apoyo hacia las angustias del venezolano que ha ido a Cúcuta a buscar alguna fuente de ingreso en pesos, que le permita sobrellevar esta dura carga del desespero que causa el hambre y que ha hecho explorar oportunidades de empleo en esa ciudad. De ellos debo decir que debemos estar muy agradecidos.

Pero la regla es otra. En Cúcuta no nos quieren. Para la mayoría de sus habitantes, políticos, empresarios, comerciantes y gente que estaría en condiciones de colaborar, los venezolanos hieden. Somos una escoria y la causa de sus últimos males. Y en parte hay que entender esta actitud. Porque a Cúcuta han llegado muchos malandros, choros y ladrones de los estados centrales, que se han convertido en un grave problema de salud pública. He notado que en el estrato de los ricos cucuteños, pasando por los empleados y comerciantes y hasta en los de la clase menos favorecida, les da gusto maltratarnos y mostrarnos su desprecio y crueldad. Esto que escribo es duro, pero en persona lo he captado. A los venezolanos que buscan un empleo, una oportunidad para realizar una actividad u oficio, que se ven en la necesidad de vender algún bien, para lograr algunos pesos que permitan adquirir alimentos, les niegan cualquier oportunidad. Si un venezolano entra a un local para peguntar por un trabajo, poco falta para que llamen a seguridad. Mientras los países suramericanos en su mayoría han flexibilizado los requisitos para hacer valer los títulos de pregrado y postgrado, a fin de poder ejercer la respectiva profesión, en Colombia, y lógicamente en Cúcuta, la legislación les coloca a los venezolanos todos los obstáculos para acreditar tales capacidades.

El cucuteño tiene corta memoria, como el venezolano también. Cuando era la época de oro en Venezuela, miles de ellos trabajaban en industrias y fábricas en San Antonio y Ureña y regresaban a dormir a sus casas en el Valle de los Motilones. En las fincas del Táchira, la mano de obra del trabajador del campo era, en su mayoría, colombiana, Y ni qué decir de las casas de familia de San Cristóbal donde recibían para el oficio doméstico a mujeres cucuteñas, de Medellín y de Cali, quienes debido a su forma de ser pasaban a ser prácticamente otro miembro de la familia. Es decir, en las vacas gordas, tomaron mucha leche venezolana los colombianos y, en particular, muchos cucuteños. No hace mucho, cuando todavía el bolívar era fuerte, más que soberano, y los anaqueles estaban a reventar,  los cucuteños se daban el placer de llenar cuatro y cinco carritos del supermercado para regresar con sus vehículos muy bien apertrechados.

Ahora reniegan de nosotros y nos detestan en gran escala. Se les olvida que hay también venezolanos muy talentosos, muy preparados, muy capacitados profesionalmente y en diversas habilidades. Eso lo están reconociendo públicamente en Ecuador, en Perú, en Chile y en Argentina. De tal manera que no pueden estigmatizar al venezolano de excelente calidad profesional y humana por unos malvivientes que están ocupando sus parques.

Bolívar, en la Campaña Admirable enlazó Cúcuta con San Cristóbal, Talvez pensaba que la hermandad entre ambos pueblos serviría para ayudarnos y realmente unirnos en tiempos de paz y en momentos de crisis. Ese era su sueño. Tal vez está saliendo a flote, de forma subyacente,  la enemistad que hubo en la relación  Bolívar-Francisco de Paula Santander. No lo sé. Tal vez sea ese inconsciente colectivo el causante de un cierre de frontera que va más allá del Puente Internacional, en el que, por cierto, desapareció la placa identificadora de la línea limítrofe. Es duro reflejar en este escrito estos sentimientos, pero esa es mi percepción y no deseo silenciarla.

*Venezolano con ascendencia colombiana

Isaac Villamizar*

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