Antonio Sánchez Alarcón
Donald Trump no se hizo en Manhattan. Se forjó en Jamaica Estates, Queens, un vecindario blanco de clase alta donde el conservadurismo social convivía con una desconfianza casi instintiva hacia todo lo que viniera “de afuera”. Allí, entre calles arboladas y mansiones cercadas, Trump aprendió los códigos de un liderazgo instintivo, de una negociación a codazo limpio y de una visión del mundo donde la fuerza vale más que el consenso.
Jamaica Estates no era un hervidero multicultural como otros sectores de Queens. Era, más bien, una fortaleza simbólica: Defensiva, aislada, cómoda. En ese microclima social, Fred Trump —padre y arquitecto del imperio familiar— le enseñó a su hijo que la esencia de la vida es competencia, que el otro es amenaza y que ceder es fracasar. Esa ética del dominio, del ganar a toda costa, es la que Donald Trump ha trasladado al centro de la política estadounidense.
No sorprende, entonces, que su visión sobre la inmigración esté impregnada de esa mentalidad de fortaleza cercada. Sus recientes propuestas para deportaciones masivas de venezolanos, militarización de la frontera y reactivación de políticas de “tolerancia cero” no son medidas técnicas. Son gestos simbólicos que buscan restaurar una idea del país como espacio cerrado, exclusivo, seguro. En ese espejo se proyecta la Jamaica Estates de su infancia, donde lo ajeno siempre fue lo sospechoso.
Lo mismo ocurre con su visión sobre la guerra entre Rusia y Ucrania. Mientras sectores del poder institucional estadounidense apuestan por el equilibrio diplomático o la defensa prolongada de Ucrania como bastión geopolítico, Trump adopta un tono de transacción fría, pragmática. Su discurso reciente sobre “resolver el conflicto en 24 horas” revela su lógica de negociación: Reducir una guerra compleja a un trato entre machos alfa, donde lo que importa no es la justicia, sino la fuerza disfrazada de eficiencia.
Ese estilo, forjado en un vecindario que lo protegió del contacto con lo diverso y lo conflictivo, sigue informando sus decisiones. Jamaica Estates no fue solo una dirección. Fue una escuela de poder sin empatía, de identidad sin mezcla, de mando sin matices.
Trump no ha salido de Queens. Lo ha convertido en doctrina nacional.