Opinión

El teatrino de la Escuela de Música de La Grita

16 de septiembre de 2020

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Néstor Melani Orozco


Nunca vi tanta sonoridad como en aquel lugar de la vieja casa cural de los ángeles. Donde en 1926 se creó la Escuela de Música de La Grita, entre la presencia del reverendo José Teodosio Sandoval y el maestro de Capilla, Cristo Antonio González.

Allí estaban todos los tiempos. La existencia de niños y niñas hablando con los instrumentos, desde el piano de Emilio Constantino Guerrero, el mismo de la poetisa Isaura, donde muchas veces, un siglo atrás, José Gregorio Hernández, en 1888, ejecutó y años después se convirtió en pertenencia de los Gandica. En este negro piano hizo sentir de gracia en el teatro de don Ramón Gandica el famoso cantor ecuatoriano y fraile agustino, “Pepe” Mujica (personaje del cine mexicano), porque allí Dios habló y dijo en las cantatas de un infinito. Y la escuela dio muestras entre trompetas, saxofones, acordeones y encantos, cuando la existencia se hacía una polifonía de valores y su viejo director enalteció un ejemplo por los valores de la música.

Del que en sus años, muchos de sus alumnos siguen el recorrer a Venezuela y América… y el mundo. 

Todo esto ha sido la inmensa causa patrimonial. Y la bendición de amor a un siglo gritense.

 Un día de mis años me detuve en su teatro. El pequeño auditorio que deja saber el patio de la vieja casa reconstruida tiempo atrás por el alarife Inocentes Méndez. Donde soñó Diógenes Escalante, desde New York, morir algún día en aquella Atenas del Táchira, relato que me narró una noche de 1987, en Mérida, el viejo Ramón J. Velásquez.

Y desde allí, la flor, el verso, en un escenario se formó el teatrino y un lienzo gigante con el rostro de Beethoven pintado al temple por mi padre, Pepe Melani. Alegoría a la dimensionalidad del pentagrama, más un piano de cola se siente en la virtud de los años.

Entre las calificaciones del maestro Rubén Duque y la añoranza hoy por la ternura y los recuerdos pasados.

En el silente estadio de amor del violín de Fulgencio Hernández para meditar en los encantos de la majestad sagrada que concede la virtud de ser músico.

 Allí la manifestación de la música se convirtió en honores y los alumnos se volvieron maestros de orquestas. De filarmónicas y hasta de bandas con gracias, himnos y conciertos. 

El teatrino guardó el alba como un escenario de una película romántica. Dijo mil discursos, pronunció la memoria de los sonidos, vio inmensos personajes, desde maestros, poetas, creadores, periodistas, líricos oradores, hasta políticos aún en las inocencias. Siempre apareció el teatrino en una algarabía de guitarras, tiples, violines, como también una presencia del bambuco o del arrabal de una Buenos Aires del tango, con alguna melodía andina  perfecta y desde una canción de Alix Thelma Ostos, con los delirios del corazón y el tímpano de una guitarra armonizando la voz de un verso de amor en los tiempos de una «Mujer de las Manos Cortadas», poesía sagrada de Gutiérrez Calderón, o desde el espíritu haber visto con la mandolina a Jesús María Suárez haciendo los arreglos para un valse en la connotación de un himno. 

Haber oído a Rafael Rojas Pérez meditando a Giussepe Verdi o a Fanny Zulay Rojas hablando de las fuentes descritas de nuestros ancestros, en una geografía de la verdadera diversidad cultural, viendo a través del piano la Luna y poder saber de las voces cuando la orquestina dibujó los testamentos

El escenario de aquel lugar me narró los caminos y Beethoven con colores de los clásicos antiguos. Sabio, loco y genio llorando su restauración. 

Volví porque un niño ejecutaba «Brisas del Torbes», la original de Eloy Galaviz, a quien llevó en su lirismo: Luis Felipe Ramón y Rivera, mientras de las huellas “efervesció” de amor un pentagrama, entre los sentidos y aquel teatrino, casi de una postal de recuerdos y de una voz narrando los hechos cuando el piano antiguo lo regalaron sin saber sus verdades y el lienzo gigante del hacedor de la novena sinfonía grita a todos los silencios. 

Mientras en Francia, un músico de la orquesta de París cuenta que estudió en la Escuela de Música «Santa Cecilia» de La Grita, allá muy lejos, donde está viva Venezuela…

Suenan entonces los acordes, violines y los bajos y, de amor las notas de la existencia parecen destellos del alma. Mientras aún se  continúa desflorando entre violetas a un manto de  eternas margaritas…


* Narrador, Cronista, Pintor,  Artista plástico, escritor. Muralista nacional. 

Premio Internacional de Dibujo «Joan Miró», 1986. Barcelona. España. Doctor en Arte.

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