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Inicio/Opinión/En contra del “folclore”

Opinión
En contra del “folclore”

lunes 1 septiembre, 2025

Antonio Sánchez Alarcón

Otto Rosales, en su texto “Del folclore y otras hierbas” publicado en el Diario La Nación, se mueve con soltura entre los pliegues de un fenómeno tan difuso como entrañable. Su crítica resulta pertinente: El folclore, reducido a postal turística o a pieza de museo, acaba siendo manipulado por élites que lo vacían de sentido y lo convierten en retórica hueca. En ese diagnóstico hay lucidez. Pero conviene ir más allá: No basta con denunciar el uso político o mercantil del folclore; hay que cuestionar su propia sustancia filosófica, desmontar el mito en el que se apoya.

Porque el folclore no es un tesoro oculto de la “identidad del pueblo”, sino la prolongación de un mito mayor: el mito de la cultura. Gustavo Bueno lo expuso con precisión quirúrgica: “Cultura” no es un hecho neutro, ni una realidad inmaculada, sino una construcción ideológica que, desde el romanticismo europeo, funcionó como sustituto secular de otros mitos más antiguos: la Gracia, la Naturaleza, la Raza. Lo que en otros tiempos garantizaba la salvación, hoy se viste de “patrimonio cultural”.

En este contexto, el folclore aparece como derivación sentimental de esa mitología: una suerte de reliquia secular que se presume intocable, pura, vinculada a un pasado originario que jamás existió como tal. Se nos presenta como esencia de lo popular, cuando en verdad es una selección arbitraria de prácticas, canciones o danzas, convertidas en iconos por académicos, burócratas o regímenes políticos. Se fetichiza el “saber del pueblo” como si fuera un depósito inmutable, ocultando que todo lo popular está atravesado por conflictos, imposiciones y transformaciones.

La denuncia de Rosales toca la superficie del problema —la manipulación y la trivialización del folclore—, todo lo cual no le resta fuerza al argumento, pero el error está en pensar que lo que hay que hacer es rescatarlo en su pureza. No: lo que hay que hacer es reconocer que esa pureza nunca existió. Lo folclórico es siempre construcción y selección; nunca totalidad ni verdad última. El peligro está en sacralizarlo, en colocarlo como horizonte metafísico, en seguir rindiendo culto a un mito.

Así como el mito de la cultura legitimó nacionalismos y proyectos totalitarios, el mito del folclore puede convertirse en herramienta ideológica: Se lo usa para predicar una unidad inexistente, para disfrazar fracturas sociales o para legitimar un “alma nacional” que sirve de coartada a los poderosos. La exaltación acrítica del folclore no emancipa: adormece.

En este sentido, el verdadero aporte de Rosales —aunque parta de premisas distintas— es haber recordado que el folclore, en su forma actual, se halla degradado y manipulado. La tarea pendiente es más radical: no rescatarlo, sino desmontar su condición mítica. Porque lo que se llama folclore no es la voz eterna del pueblo, sino un espejismo cuidadosamente construido.

Aceptar eso no significa despreciar la música, la danza o los relatos populares, sino devolverlos a su lugar: Expresiones históricas, cambiantes, conflictivas, materiales. Nada de reliquias intocables, nada de esencias. Sólo así podremos escapar del mito complaciente que convierte al folclore en fetiche, y a nosotros en sus crédulos guardianes.

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