Alfredo Monsalve López
Se oyó un quejido sonoro, lento y corto; como el caer de un fardo pequeño sobre una superficie de hojas secas y añejas. Quejido que provenía de las alturas. Cerca de un manantial despejado y cristalino. De algún lugar llegaba. Una, dos, tres veces se escuchó el gemido. Como un llanto. Cada vez más intenso. Mucho más dramático. La lluvia del momento, que caía como hebras de oro, no impedía escuchar el articulado, agradable y a la vez, confuso ruido proveniente de aquella expresión lastimera. Igualmente, el crujir de las ramas al paso de las aves, dejaban colar los gemidos en aquella tarde inolvidable. Los gimoteos, como un melodioso canto nupcial, oíanse perfectamente en el cierre de aquella tarde de equinoccio de primavera. Justamente, cuando el día se iguala con la noche, fresca y arrogante, allí estaba en sus oídos el llanto que lo mantenía inseguro, ávido. Al poco rato, como el tañido de las campanillas de un barco que se aleja en el horizonte, el sollozo se fue apagando. Como la vehemencia de una pasión. Como la lumbre: lenta y silenciosa.
Todo quedó en absoluto mutismo. Un silencio recóndito y frio como la nieve. Nieve que caía en pequeños copos sobre el cuerpo inquebrantable de la montaña. Clima anormal en aquella época. La lluvia cesó, igual que la muerte prematura de una flor silvestre. El crujir de las hojas y ramas golpeadas por las gotas de agua, igualmente cesó. Solo se oyó el soplido de la brisa que acariciaba las hojas delirantes por el vapor que se condensaba en su superficie con gotas menudas y cristalinas.
Simón, que recién había cumplido diez años de existencia, estaba allí, sentado al pie de un vetusto araguaney. Testigo mudo de aquel acontecimiento inesperado. Miró, con sus pequeños ojos achinados, el lugar de donde provenía aquel quejido disonante y lastimero. Su mirada se posó en la copa de un árbol papilionáceo, cuyas semillas servían para elaborar rosarios y collares. Miró, perplejo, a un ave con cola en forma de cuña, de color negro satinado, de pico largo, poderoso y algo ganchudo; con patas robustas, que revoloteaba alrededor de un nido labrado en diminutas ramas y hojas tostadas por los rayos del astro Sol que todos los días caían sobre ellas. Inmediatamente identificó el animal: “¡Un cuervo!”. Dijo alarmado con las cejas levantadas. No cabía la menor de las dudas. Su padre le había contado, cuando le adormecía por las noches, que estas aves eran sociables e inteligentes; que podían imitar la voz humana y articular palabras como el hombre.
Simón, asiéndose de una rama espigada del recio araguaney, se puso de pie, y caminó hasta donde se encontraba el cuervo que gemía cual madre recién parida al perder su criatura. Trepando el árbol con dificultad, hasta donde estaba el cuervo, fue Simón. Miró, con recelo, el interior del nido. No pudo contener el llanto. Simón lloró, al igual que el cuervo, hasta ahogarse con torrentes y transparentes lágrimas que manaban de sus ojos achinados. El llanto fue mayor cuando vio que la cría, sin plumaje y acurrucado a un costado del nido que le servía de aposento, boqueaba una y otra vez. Como eructando la vida. El niño se acercó mucho más para cerciorarse de lo que estaba viendo no era un sueño, mucho menos una alucinación. Era cierto. El pichón se moría. En ese instante, Simón miró al cuervo que cubría su diminuta cabeza con sus anchas alas. Se posó sobre su hombro izquierdo. El cuervo, enternecido, lloró aún más al igual que Simón.
El araguaney, inerte, fue el único testigo ciego de aquella indescriptible trágica escena. Todo se había consumado. La vida de la criatura se le había escapado por su pequeño, endeble y encorvado pico. Había expirado por ausencia de calor materno. Nada pudo hacer para evitar aquella muerte precoz. El niño, con una hoja dentada y húmeda, cogida de una rama, cubrió el nido con sumo cuidado y se marchó, con el cuervo a cuestas, a llorar su pena al pie de una cascada para conjugar sus lágrimas con las gotas de agua que caían repentinamente en aquella tarde equinoccial.
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