Opinión

Inmigrantes

7 de mayo de 2025

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Mario Valero Martínez

Los emigrantes, novela gráfica del australiano Shaun Tan (2006), originalmente publicada bajo el título The arrival y posteriormente como Allí donde van nuestros padres, narra la historia de un migrante desde el lugar de partida, su casa, el hogar, pasando por sus periplos, travesías, soledades o el reencuentro familiar. No hay textos en las páginas, solo estupendas ilustraciones. Rostros, objetos detallados y minuciosos escenarios secuenciales dan rienda suelta a la imaginación del lector, induciéndolo a comprender esta compleja temática que, aun cuando ha formado parte de la historia de la humanidad, hoy adquiere otras relevancias, también concernientes a nuestros ámbitos cotidianos. Según el autor, no hay guía para interpretar estas imágenes y se debe hallar su significado y familiaridad en un mundo donde tales cosas son escasas o están ocultas. Igualmente se señala que el libro está inspirado en historias y anécdotas relatadas por inmigrantes procedentes de varios países en diferentes épocas, incluyendo el entorno familiar del autor que, en otro texto explicativo sobre el libro, sugiere ponerse en la piel del otro.

Imaginar los caminos transitados, observar penurias, cotidianidades, miedos, solidaridades, rechazos y sobre todo entender el motivo de la decisión de emigrar, es un propósito presente en el relato novelesco. El personaje es un inmigrante pobre, como la mayoría en el mundo real. En la lectura de esta magnífica novela gráfica, es inevitable la asociación con nuestro entorno y la evocación de acontecimientos que, en diversas escalas geográficas, han estado marcados por las estigmatizaciones, denigraciones y maltratos al inmigrante.

Cómo no recordar la brutal expulsión de inmigrantes colombianos de algunos barrios fronterizos venezolanos, especialmente de los municipios limítrofes del estado Táchira, en el año 2015 antes del cierre de las fronteras. Las imágenes de aquellos seres humanos atravesando aterrados el río Táchira con hijos y enseres al hombro; familias divididas y derechos humanos vulnerados. Todos acusados indiscriminadamente de ilegales, bachaqueros, paramilitares y terroristas, según la versión oficial que dio la orden de reprimir y expulsar, basados en un hecho de violencia en la ciudad fronteriza de San Antonio, uno de los tantos que han ocurrido en estas fronteras. Muchos aplaudieron, a nadie se le ocurrió el debido proceso.

Y quién lo diría. Un año después por esos pasos fronterizos legales e ilegales, utilizados durante décadas por los vecinos colombianos y en los años 70 y 80 del siglo pasado por emigrantes chilenos, ecuatorianos, peruanos y argentinos para instalarse en Venezuela, se reconfiguraron en las rutas de la masiva migración procedentes de diferentes regiones, que hoy contabilizan más de 8 millones de inmigrantes venezolanos repartidos en el mundo, huidos de la profunda crisis nacional. Entonces se produjo el quiebre histórico, la inflexión demográfica; de sociedad receptora y amable pasamos al país del éxodo y la estigmatización.

Esto último, paradójicamente, tuvo un primer caldo de cultivo en el discurso oficialista venezolano al tratar de invisibilizar y negar en un primer momento una realidad que estaba sucediendo a la vista de todos. Luego, ante las inocultables evidencias territoriales, apostaron por denigración del inmigrante, expresada en calificados como lava-pocetas y turistas que tuvo su máxima expresión en el confinamiento decretado por la pandemia del COVID-19 al acusar a los migrantes retornados de bioterroristas, armas de guerra usadas por gobiernos vecinos para inocular a Venezuela y la prohibición de entrar al territorio nacional; todo esto mezclado en un perverso discurso geopolítico de disputas binacionales.

El uso, abuso y la estigmatización de los inmigrantes venezolanos alcanza escalas internacionales, arreciando en las campañas electorales de Suramérica hasta llegar a la cúspide en Estados Unidos con el despliegue discursivo de Donald Trump, acentuado en los primeros 100 días de su ejercicio gubernamental, acompañado de las medidas de expulsión de los inmigrantes ilegales, pero también de quienes ingresaron legalmente a través de beneficios decretados por la administración anterior. Todo esto, enmarcado en una rancia retórica nacionalista asociada a las amenazas de seguridad nacional y la vinculación al terrorismo, tomando como patrón referencial a la banda delictiva el Tren de Aragua. El acto más vil, sin duda, ha sido la expulsión y el injusto encarcelamiento de 200 venezolanos en cárceles de El Salvador, negociadas con el mandatorio de ese país, Nayib Bukele. Ambos también se han burlado del debido proceso y hasta han intentado utilizarlos como barajitas de cambio. Se debe señalar que, desde organizaciones defensoras de los derechos humanos hasta madres desesperadas, han demostrado que la mayoría no son delincuentes y solo un pequeño porcentaje tienen antecedentes penales por delitos menores. Esa es la política migratoria del terror.

En el ámbito nacional no ha sido extraño el uso oficial de los inmigrantes repatriados al mostrar sus imágenes en TV y redes sociales como héroes, aunque, salvo excepciones, se muestren con el rostro oculto bajo una mascarilla; bien saben que emigraron pobres y regresan en peores condiciones al no haber alcanzados sus sueños. Igualmente desconcierta el apoyo que una parte del liderazgo, que dice representar el contrapoder opositor en Venezuela, ha dado a las medidas impulsadas por la pareja Trump-Bukele, o tal vez a esta altura del cuento no debería asombrar. Pero aturde y mucho, las reacciones de otros inmigrantes venezolanos y su intensa campaña en redes sociales celebrando tales medidas, contribuyendo a la estigmatización de quienes, como ellos, buscaban abrirse un modo de vida digno que no han conseguido en este arruinado país. Entonces, la ficción de la novela gráfica se contrapone a la inhumana realidad que vive, ¡vaya paradoja!, el otro inmigrante venezolano. @mariovalerom

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