Opinión

La esencia del toreo

11 de febrero de 2021

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Alejandro Parra Fernández


 

“Para disfrutar el toreo no basta con los ojos. A quienes no tienen una sensibilidad adecuada se les escapa su esencia y solo ven en él los movimientos exteriores, sin adivinar su conexión con una íntima disciplina, del mismo modo que el hombre privado de oído para la música advierte los sonidos pero no su relación armónica” (José Alameda).

Cualquier realidad resulta incomprensible si no se atiende a su fundamento y finalidad. “El toreo es el arte de reducir la fiereza del toro hasta su sometimiento”. Consiste en aprovechar los instintos de un animal mediante movimientos calculados al milímetro, que suponen la comprensión de sus reacciones para formar un juicio inmediato, de cuya precisión dependerá el éxito o el fracaso de lo que se persigue.Se basa en la relación de posiciones, distancias y velocidades entre el hombre y el astado. El valor auténtico del diestro depende –más que de su entereza de ánimo- de su capacidad de exactitud.

Sus cualidades más destacadas son la inmovilidad en el terreno elegido, la extensión lenta de los brazos y el giro pausado de las muñecas, que imprimen al engaño un riguroso recorrido. La belleza plástica –tan importante- nace del contraste entre la serenidad del torero y la acometida desordenada del cornúpeta. Según Ortega y Gasset, “de lo que pasa entre toro y torero solo se entiende fácilmente la cogida. Todo lo demás es de arcana y sutilísima geometría”. Una “geometría actuada”, en la que ambos protagonistas varían sus posiciones en correlación el uno con el otro. “En la terminología taurina, en vez de espacios y sistemas de puntos, se habla de terrenos, y esta intuición es el don congénito que el gran matador trae al mundo. Merced a ella sabe estar siempre en su sitio, porque ha anticipado infaliblemente el lugar que ocupará el animal”.

El toro es el profesional de la furia y su embestida (…) se dirige con clarividencia al objeto que la provoca. Su furia es, pues, una furia dirigida. Y puesto que es dirigida en el animal, se hace dirigible por parte del torero. Comprenderlo es comprender su embestir en todo momento conforme se efectúa, y esto implica una compenetración espontánea e instintiva entre ambos. El torero construye su obra “no con el toro, sino con su embestida, que debe ser formada, informada, transformada, conducida, apaciguada, acariciada; en suma, desnaturalizada para que se haga bella, humana, poética”, como lo apuntala acertadamente el filósofo  Francis Wolff. No persigue, por tanto, la muerte del animal de manera inmediata. Lo que le concierne es todo el hacer previo para lograrlo. Esto es, torear.

Lo cual, parafraseando a Ortega, “convierte en efectiva finalidad lo que antes solo era medio”. No se torea para matar, se mata porque se ha toreado. El diestro debe “vencer con su propio esfuerzo y destreza al bruto arisco”, al que sitúa “lo más cerca posible de su nivel, sin pretender ilusoria equiparación”, que, de ser viable, anularía ipso facto la realidad misma del toreo. El sentido de la tauromaquia no consiste en elevar el toro hasta el torero, sino “en algo mucho más espiritual que eso: una consciente humillación del hombre, que (…) desciende hasta el animal para rendir culto a lo que hay de divino, de trascendente, en su naturaleza”. El mayor homenaje que puede tributarle, una vez logrado su sometimiento, es matarlo.

El toro es, por tanto, el elemento primordial, la verdadera razón de la tauromaquia. Debe ser una res brava, entre cuatro y cinco años, poseedora de una belleza exterior imponente y cuyo carácter primordial sea la acometividad que, guiada por su instinto de liberación, le lleva a acudir a la llamada del torero y a no rehuir jamás el enfrentamiento. El toreo se fragua lentamente en la Historia hasta emerger definitivo. Un proceso que solo puede ser entendido en la suma de estratos que lo han ido conformando. Desde la progresiva consagración del matador como profesional mediante el constante perfeccionamiento de la lidia y la codificación de su quehacer como un saber específico, hasta la concepción inacabada de la corrida moderna, cuyo ideal sería la simbiosis de las virtudes artísticas de “Joselito” y Belmonte.

“Para mí –le confiesa Belmonte al periodista Chaves Nogales- lo decisivo es el acento personal. Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia. Que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga una sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre sienta cada vez más que el ejercicio de su arte –el suyo peculiar por ínfimo o humilde que sea- le hace sentir el Aletazo de la Divinidad”. Les saludo.

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