Opinión

La fe que no mueve montañas, pero sí peregrinos

11 de agosto de 2025

Antonio Sánchez Alarcón

En este país que se derrite entre lo tangible y lo mítico, debemos empezar por lo sencillo: 415 años es una eternidad, incluso para quienes no creen en espíritus. En La Grita, esa Grita que desde hace siglos conjuga montaña, oración y sudor, se conmemoró —el 6 de agosto de este año— la veneración al Santo Cristo de La Grita, ese venerado “Rostro Sereno” cuya fama no reposa en milagros comprobados, sino en el silencio solemne de las peregrinaciones que lo arroparon.

La Diócesis de San Cristóbal, mediante monseñor Lisandro Rivas, detalló una programación que navegó entre lo cultural, lo deportivo y lo espiritual —porque así son estas festividades que se llenan de fervor y pancartas, pero también de música sinfónica y banderines—: Vuelta al Cristo, exposiciones, conciertos, novenas, serenatas, peregrinaciones: un desfile de fe y civismo actuando de la mano.

Esas peregrinaciones que arrancan en San Cristóbal y arrastran caminantes durante 20 o hasta 30 horas por el páramo tachirense, son pura materialidad: Ampollas, cansancio, la geografía y la carne. No hay espíritu elevado, solo cuerpos empecinados que, sin certidumbre mística, ponen la fe en sus piernas. Y ese cuerpo, ese peregrino, se confirma como el verdadero templo: la fe no levanta montañas, pero sí convoca a decenas de miles hasta un altar común.

La Grita, durante esos días, se viste de Jerusalén, recoge el sacrificio anónimo de multitudes y lo convierte en ritual. Está el “Jubileo de la Esperanza”, con apertura de Puerta Santa, la misa pontifical, la salida solemne de la imagen: Ceremonias que se mordisquean entre tradición y espectáculo, entre lo que se cree y lo que se quiere creer.

Desde la mirada del estoico materialista, no celebro fantasmas, pero sí este poder humano: El de convocar voluntades, instaurar un tiempo donde nuestra imperfección se vuelve sublime y nuestra física presencia, temblorosa y concreta, es ofrenda. No hay milagro en el Rostro Sereno más que la continua reiteración de la devoción: cada vuelta, cada avenida recorrida es una prueba de que la fe, sin mover montañas, ha logrado mover pueblos enteros.

Concluyo sin moraleja —porque el estoico no predica, contempla—. Solo dejo esta certeza: No necesito creer en ángeles para reconocer el rastro de humanidad que dejan quienes caminan, extenuados, hacia La Grita. En esa procesión hay algo más que piedad: Hay historia, piel, esperanza, y eso basta.

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