Leonor Peña
El Domingo de Pascua recuerdo especialmente a mis padres y mi nona Mariana -los tachirenses tenemos la costumbre italiana de llamar a los abuelos “nonos”-. Por estas fechas nos llegan en imágenes ese recuerdo, porque ellos asumían cumplir con mucho gusto, con gran placer el itinerario de preparativos y compras para los menús de los días santos, que esperábamos con alegría. Era un acontecimiento doméstico y un jolgorio grupal en la ciudad, en el que participábamos desde muy niños, ayudando en la puesta en escena de estos banquetes babilónicos.
Las familias de San Cristóbal en su mayoría disfrutaban esta celebración gastronómica, sobre todo los niños, que anhelaban esta gran fiesta que tenía en la mesa de los dulces el eje de su atención, porque allí se exhibían los mejores caramelos, como cacaítos, coquitos y pepas de mantequilla. Melcochas, alfondoques y parados, frutas confitadas, galletas, tortas, buñuelos, panes, y además se servían helados, polos, posicles, junto a tizanas, sorbetes, cremas y champús, todo hecho con dedicación para reunirse e invitar a vecinos, amigos y recibir a los huéspedes que nos visitaban desde otras ciudades.
En mi casa los preparativos comenzaban con sacar de los baúles y escaparates de mi mamá y la nona sus tesoros que serían utilizados el día jueves en el Banquete de los siete potajes y en el Almuerzo Pascual el día Domingo de Resurrección.
Mis padres y la nona mantenían como verdaderos tesoros sus vajillas y cubiertos guardados cuidadosamente entre los objetos domésticos de la Navidad y Semana Santa. La lencería de mesa era una verdadera colección de manteles y servilletas bordadas con motivos florales y frutales; caminos, de mesa, carpetas de crochet y blondas rebordadas, tapetes de cintas tejidas para bandejas; lienzos y paños para las cestas paneras que contenían almojábanas, quesadillas, mantecadas y panes, paños de cocina y delantales.
El Domingo de Ramos, ir a los mercados era un paseo de alegrías y magia porque nos llevaban a las ventas de animales que para mí eran pequeños zoológicos a donde podía ver pollitos y aves de corral, conejos, venados, ovejas, cochinos, tortugas, lapas, y a los divertidos periquitos y loros “adivinos de la suerte”, que casi siempre estaban al lado del “culebrero” que vendía aceite de culebra.
En las ventas de hierbas y flores se detenía la nona a llevar los encargos, para el famoso baño de “siete hierbas” y para preparar con agua bendita la infusión de limpiar la casa el jueves bien temprano y darles también a los niños pequeños su baño para protegerlos del “mal de ojo”. La nona recibía además unos grandes manojos de florecidas ramas, semillas y trozos de maderas para los sahumerios con inciensos de aromar y “proteger” la casa y la verbena para hacer las escobas de barrer y lavar la entrada y zaguán para espantar la pava o mavita. En las ventas de flores, la nona escogía solo en color blanco o morado los crisantemos, azucenas, lirios, dalias, rosas, claveles, para adornar el comedor y la sala desde el día lunes en alegoría al duelo por la pasión y muerte de Jesús.
Para el Jueves Santo, en el Banquete de los Siete potajes, la mesa se vestía de blanco con encajes y cintas en tonos lilas y morados. Se adornaba cada puesto enlazando las servilletas de tela y los floreros. También se bordaban cintas de raso negro que se atravesaban en el espaldar de las sillas, en el dintel de las puertas y para “sellar” espejos y cuadros como símbolos de luto.
La lencería de mesa para la Semana Mayor estaba especialmente bordada o pintada a mano con espigas de trigo y símbolos de la liturgia cristiana, heredados de tías y abuelas, elaborados por las mujeres de la familia, o compradas a las monjas de algunas congregaciones y conventos o en las casas comerciales que traían a San Cristóbal mantelería europea de las provincias del Venetto en Italia y de otros lugares de Francia, España y Portugal. A ese bellísimo almacén La Sultanita de don Julio Carrillo acompañé muchas veces a mi madre y a la nona, a “apartar”, comprando a cuotas bellas piezas de mantelería bordada o de linos calados. Vajillas, cristalería y artesanales cerámicas como las bases pintadas a mano para las tortas. Recuerdo unas soperas y fuentes dulceras de porcelana inglesa blanca y azul y los llamados juegos de porcelana alemana y francesa para servir café y chocolate.
Recuerdo que parte de la contribución a esa liturgia doméstica era ayudar a ordenar, y a mí me correspondía “pasar en limpio”, es decir escribir en un cuaderno las recetas que la familia apreciaba, como una torta de cacao y nueces que una gran panadera y repostera de nombre Viviana traía todos los sábados junto al pan integral que ella llamaba “pan de los alemanes”.
JUEVES SANTO
Los Siete Potajes
Los preparativos comenzaban ese día muy temprano con la gran “limpieza” de la casa. La nona prendía anafres con hierbas, incienso y ramas en los corredores y patio mientras las empleadas barrían con verbena y se regaba esa agua florecida preparada con hierbas, flores y agua bendita. Hoy diríamos una limpieza energética para atraer “buena vibra”.
Desde semanas antes se comenzaba a llenar la despensa con los ingredientes para este banquete. En la casa de mis padres, como tantas en mi ciudad de San Cristóbal, la mesa mestiza tachirense tenía recetas aprendidas y mantenidas con aprecio, entre las que se puede apreciar la huella europea, que se evidencia en el menú de platos fríos y peces de otros mares dialogando con elementos como peces de nuestros ríos, carnes de las tierras llanas y otras especies de nuestras tierras altas parameras, piezas de cacería y de corral y frutos, hortalizas, verduras de esta región, geografía alimentaria presente en la culinaria prehispánica.
La fiesta gastronómica de los siete potajes comenzaba con los abrebocas o pasapalos más nuestros y entonces aparecían de primeros los tachirenses pasteles y pastelitos acompañados de masato de arroz aromado con geranio, y de las chichas de cebada o maíz.
Acreditado por los recetarios familiares, el menú entraba con honores comenzando con las auyamas y quesos rellenos; encurtidos de cogollos de palma lucateva, frijoles, tomates, pimientos y ajices. Los antipastos y ensaladas con sardinas y atunes. Los platos de salmones en salsas o al horno; los guisos y pudines de bacalaos importados de Noruega, famosos desde el siglo XIX en recetarios de los migrantes europeos que abonaron lo mejor de su cultura gastronómica a nuestra mesa.
El listado de los platos principales comienza con la turnada de papas parameras, nuestro pasticho gocho o la macarronada nuestra que también llamamos gocha. Los guisos de pescado y cosepan, El guiso o pisillo de chigüire. Ensaladas frescas, hortalizas cocidas o gratinadas; patés, salsas y aderezos para complementar con guarniciones de bollitos de maíz blanco, o las llamadas carabinas, o las hayaquitas de cuaresma y vigilia también nombradas hayacas “bobas”. Los infaltables bollitos de mazorca tierna y los pequeños “micos” de plátano, aderezados con onotados sofritos de cebolla junca y ají picante.
La mesa de los dulces comenzaba con las tortas tradicionales de mazorcas con confitura de moras o mieles de frutas o flores. La torta de auyamas con uvas pasas y cubierta de ciruelas pasas en brandy. La tan apetecida torta esponjosa de cacao y la también apreciada torta de café. Los ponqués con cubiertas de suspiro y merengue, los bizcochuelos con vainilla y nueces y los quesillos de piña o de coco, frutos relacionados con la Cuaresma junto a los tan nuestros dulces de platico de todas las frutas “habidas y por haber”.
Como una procesión de Semana Santa desfilaba junto a melcochas, cocadas, alfondoques, alfeñiques y polvorosas los dulces de berenjena verde llamado cabello de ángel, higos y arequipe, dulce de toronja o de sidra, y de moras negras. Los aliados y conservas de coco y leche, de leche y piña, y de sidra, coco y leche hechas como panelitas y servidas en hileras, los caramelos de chocolate cacaítos y de coco, y las pepas de mantequilla, con los que celebran los niños de la casa.
Junto a los panes dulces, los rollos melados -parecidos a los golfeados- bañados con miel de cidra, higo o guayaba; las almojábanas y quesadillas que competían con orgullo en representación de panaderías caseras o de plaza y junto a ellos los buñuelos de harina de trigo, de yuca, de papa, de apio en morenos almíbares de panela.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
ALMUERZO PASCUAL
En la alborada del domingo resuenan las campanadas de la Catedral anunciando la Resurrección. La ciudad se despierta de fiesta, es la fiesta de la Pascua florida y las casas se preparan para el Almuerzo Pascual.
El duelo ha pasado y en el menú se otorga el permiso para volver a los platos con carnes, entonces las cocineras y los anfitriones se lucían para invitar a su mesa llena de lo mejor del recetario tachirense en el almuerzo más espléndido y variado del año: el Almuerzo Pascual.