Francisco Corsica
En la inmensidad del conocimiento humano, resplandecen las leyes de la lógica aristotélica. Y entre ellas, hay un ejemplo que se erige como una piedra angular del pensamiento racional: «Todos los hombres son mortales. Sócrates es un hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal». Es un proceso fascinante, ¿verdad? Desde dos simples premisas, emergen verdades innegables, una cascada de certezas que recuerdan la finitud de la existencia humana.
Pero, ¿qué significa realmente ser mortal? Es más que una simple sucesión de hechos; es un eco sombrío que resuena en los rincones más profundos de la conciencia. Es la promesa inquebrantable de que cada latido del corazón humano acerca inexorablemente al final físico. ¡Vaya forma de tener presente que somos efímeros, vulnerables ante el implacable paso del tiempo!
No es necesario adentrarse en los abismos del dolor para comprender la realidad de la mortalidad. Cada uno de nosotros ha sentido el frío abrazo de la pérdida en algún momento de nuestras vidas. Es un vínculo universal que nos une en nuestra fragilidad, un susurro melancólico que atraviesa los siglos y nos recuerda que, al final del día, somos solo polvo y sombras.
Sin embargo, existen formas más dolorosas de enfrentar la partida física de un ser querido. No hace falta desglosar una lista de tragedias; basta con mirar hacia un fenómeno que se manifiesta con triste frecuencia en la Venezuela contemporánea: la muerte vista desde la distancia.
Recientemente, me vi envuelto en una escena desgarradora que destilaba desolación y melancolía. Fue un encuentro a través de una pantalla, donde presencié el llanto desgarrador y la devastación palpable de alguien que, a través de una videollamada, se despedía de un ser querido en sus últimos suspiros, mientras recibía las atenciones médicas correspondientes.
Un rostro bañado en lágrimas, una voz quebrada por la angustia, y en la pantalla, una figura pálida y vulnerable luchando contra la inevitabilidad de su destino. En ese momento, la distancia se convierte en una brecha insalvable, separando al ser amado de aquellos que darían cualquier cosa por estar a su lado, ofreciendo consuelo y apoyo en sus últimos momentos. La distancia, lejos de mitigar el dolor, lo amplifica, convirtiendo cada despedida en un acto de coraje y resignación.
El aire se volvió denso con la sensación de impotencia. «Es lo único que no tiene solución», dice la sabiduría popular, y en ese momento, cada palabra resonaba con una verdad inquebrantable. Pero lo más desgarrador fue la cruel separación impuesta por la distancia. Las fronteras, las circunstancias políticas y económicas crearon un abismo entre familiares y amigos, convirtiendo la despedida en un acto solitario y doloroso.
Hoy, en medio del éxodo que ha marcado la realidad venezolana, no existe un consenso sobre cuántos compatriotas podrían estar viviendo en el exterior. La ACNUR sugiere que podrían ser alrededor de 8 millones. Sin embargo, las fuentes oficiales nacionales prefieren minimizar la magnitud del éxodo, sugiriendo que no deberían ser más de 2 millones, una discrepancia que refleja la complejidad y la oscuridad de la realidad nacional.
Independientemente de la cifra que prefiera aceptarse como verdadera, ya sea 2 millones o 8 millones, se trata de un número indiscutiblemente elevado de personas. La primera cantidad representaría casi el 10% de la población nacional; la segunda, casi un tercio. ¡Hay que ver lo que significa que uno de cada diez compatriotas, o uno de cada tres, no estén habitando este territorio!
Son estadísticas que trascienden los números para revelar la magnitud del éxodo y la desgarradora realidad que enfrentan tantos de nuestros hermanos y hermanas. Detrás de cada cifra hay una historia, un sueño truncado. Una familia separada por la distancia y las circunstancias.
Lo más impactante es comprender que la mayoría de estas personas no partieron por elección, sino que fueron arrastradas por las mareas turbulentas que azotan a este país. Se suele decir que los venezolanos no tenemos “voluntad de migrantes”, que nuestras raíces son profundas y que las conexiones con nuestra tierra natal son inquebrantables. Sin embargo, la crisis que ha marcado esta última década ha obligado a muchos a tomar la dolorosa decisión de dejarlo todo atrás, incluso en contra de su voluntad.
Es inevitable preguntarse: ¿Quiénes son los que suelen quedarse? Fundamentalmente, los adultos mayores. Justamente aquellos que ya han construido una vida, cuyas aspiraciones económicas, laborales y sentimentales fueron satisfechas hace tiempo. En el ciclo implacable de la existencia, son los que tienden a aferrarse al terruño que conocen, a las raíces que han profundizado durante décadas.
Sí, el epicentro del problema reside en la dolorosa separación de las familias, una brecha innecesaria que se amplía como consecuencia de una crisis prolongada en el tiempo. Es un dolor que se cuela en los recovecos más íntimos del alma, una herida que no cicatriza fácilmente. Y conforme avanza el reloj inexorable, el panorama se torna cada vez más desolador, más triste.
Las nuevas generaciones crecen lejos de su tierra natal, arraigadas en tierras extrañas que nunca podrán llamar verdaderamente «hogar». Mientras tanto, las generaciones anteriores van dejando paulatinamente este plano terrenal, despidiéndose en silencio de un país que ya no reconocen y alejados de sus seres queridos, por la fuerza de las circunstancias. Es realmente lamentable.
Para concluir, la persona que fue despedida a través de una videollamada falleció en pocas horas. Sinceras condolencias a todos aquellos venezolanos que han enfrentado pérdidas irreparables recientemente. Donde quiera que estén, que encuentren consuelo en la adversidad y fuerzas para superar este difícil momento.
Ojalá que las familias venezolanas puedan reunirse, más temprano que tarde, en un abrazo que borre las distancias. Para lograrlo, es esencial trabajar en la reconstrucción de estándares de vida óptimos, en la restauración de la esperanza y en la creación de oportunidades para que la juventud sienta que puede construir un futuro digno en este país. ¡Que la memoria de aquellos que nos dejaron nos inspire a seguir luchando por un mañana mejor