César Pérez Vivas
La democracia es, entre otros muchos valores, autenticidad, transparencia, responsabilidad y verdad. La ética democrática impone en las sociedades modernas la preeminencia de un conjunto de principios como entes rectores de la vida social. Es el resultado del proceso evolutivo de la civilización. Sin ellos no es posible una vida de paz, justicia y equidad.
La barbarie fue evolucionando a un nivel de organización social, que tiene en su base una axiología como sustento de la ingeniería institucional garante de su vigencia. Sin ella es imposible sostener la civilización de la post modernidad.
El derecho se construye a partir de esa ética, fijando el marco ordenador de la conducta ciudadana, pero fundamentalmente estableciendo los parámetros de comportamiento de quienes ejercen el poder. La política, por consiguiente, está aún más sometida a esa ética. Los ordenamientos constitucionales democráticos han creado las instituciones y las normas para promover la vigencia de dichos principios. Pero no basta la presencia de los mismos en sus textos. Se requiere hacer realidad en la vida cotidiana su vigencia.
La República democrática no solo debe existir en el texto de la carta política, es menester que esté en el alma, mente y vida de los ciudadanos, y aún más, en la de sus dirigentes. Cuando eso no ocurre las naciones van directas al autoritarismo y a la anarquía.
Si algo ha caracterizado a los agentes del socialismo del siglo XXI es su vacio ético. O dicho de otra forma su conducta amoral. La ética no es un tema que les importe. Para ellos el poder es el fin último de su existencia. Su preservación indefinida y absoluta ha resultado ser su única regla de comportamiento. Para ellos mentir, manipular, disimular, ocultar, hurtar, agredir, hostigar y matar son opciones disponibles cuando se tenga que imponer su voluntad o evadir la responsabilidad frente a sus desatinos, fracasos y barbaridades.
No otra cosa representa la reciente postura del canciller de Maduro, Félix Plascencia, cuando aseguró, el pasado viernes 24 de Septiembre de 2021, que “no hay una crisis de refugiados venezolanos en nuestro continente”. A tal efecto afirmó: “Eso lo tiene que reconocer el gobierno de Colombia porque la crisis de refugiados es la que ha causado Colombia en el continente. Esa es la verdadera crisis”.
De nuevo la administración Maduro busca evadir la responsabilidad. Negar lo que está a la vista y buscar culpar a otros de su incapacidad y del rotundo fracaso de su modelo socialista.
La existencia de migrantes o refugiados colombianos o de cualquier otra nacionalidad no es eximente de su responsabilidad política, ni motivo para negar o evadir una tragedia que no es posible ocultar. La diáspora venezolana constituye una realidad tan dramática, que ha sido objeto de políticas públicas, unas justas y acertadas, otras injustas y equivocadas, en todo el continente americano.
Los organismos de naciones unidas han tenido que ocuparse del problema, tanto para su cuantificación, como para promover su protección y cooperar con los gobiernos de los países impactados, en la atención a tan colosal problema. No en vano la ONU ha fijado en seis millones y medio el número de venezolanos esparcidos por el mundo.
Por razones geográficas, culturales, familiares y sociales Colombia es sin duda el país más impactado por este fenómeno. A decir verdad la sociedad y el estado colombiano han recibido con generosidad y buena voluntad un contingente que ya supera los dos millones de seres humanos, en los que se incluyen venezolanos hijos de colombianos establecidos en nuestro país, y compatriotas sin ningún vínculo histórico con la vecina nación. Las expresiones de rechazo u hostilidad en Colombia han sido marginales para el tamaño de la población movilizada hacia su territorio.
La declaración del canciller madurista constituye la negación de un fenómeno más que evidente. Pero fundamentalmente pone de manifiesto la ausencia de toda ética en el régimen. Para que su mentira se hiciese más ostensible, a las pocas horas de su absurda postura, se producen los acontecimientos en el norte de Chile, done una protesta de los habitantes de la ciudad de Iquique, termina en una agresión contra un campamento de migrantes venezolanos a los que no solo se les veja en su dignidad, sino se les destruye los pocos enseres con los que se encontraban. La administración Maduro calla frente a tamaño desafuero. Y calla porque reclamar ese comportamiento xenofóbico permite evidenciar la herida sangrante de una sociedad sumida en la tragedia más dramática del continente, luego de dos décadas de imposición de un modelo ajeno a los valores de la democracia.
Los demócratas venezolanos estamos en el deber de asumir la defensa de esa población migrante, tan valiosa y significativa de nuestra nación, exigiendo en los organismos y foros internacionales, así como ante los gobiernos del mundo, el respeto a todos sus derechos humanos. Ni Maduro, ni su entorno, se preocupan, ni se ocupan de esa parte de nuestra nación. Por el contrario niegan su existencia, tal y como lo termina de hacer el canciller en funciones.
La diáspora constituye el rostro sangrante de una nación herida, como resultado de la imposición de una dictadura que debe ser desalojada del poder. A esa tarea debemos dedicar, los demócratas venezolanos, nuestro mejor esfuerzo, sobre todo ahora, que estamos a las puertas de ejercer el derecho a revocarlos establecido en el artículo 72 de la Constitución.