Opinión

La tabula rasa (I)

6 de marzo de 2019

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Cuando Lucila conoció el significado de la palabra arrogancia tenía apenas ocho años y medio, y este se convirtió en uno de los recuerdos más nítidos de su infancia. Ocurrió un Viernes Santo por la tarde, cuando su madre asistió con cinco de sus siete hijos a la iglesia del Ángel en la carrera 23 de San Cristóbal. Todos se sentían elegantísimos con sus estrenos de Semana Santa. En ese tiempo era costumbre estrenar ropas y calzado, y la madre siempre se las arreglaba para que sus hijos lo hicieran.

Habían logrado ubicarse en la nave central del imponente templo, y para los niños aquella vivencia religiosa resultaba, más que todo, un pesado deber, pero las normas sociales de la época exigían permanecer  en actitud reflexiva; además, ante la mirada amenazante de la progenitora era mejor comportarse correctamente.

Minutos después, el sacerdote inició la procesión del Vía Crucis por el periplo de las naves laterales y la madre se integró al cortejo; antes de alejarse encomendó compostura, pero para asegurarse obediencia los amenazó levantando el dedo índice.

—Pórtense bien porque no les voy a quitar los ojos de encima— dijo en tono muy bajo.

En un momento dado, el hastío ganó la partida y Lucila comenzó a pellizcar disimuladamente en un brazo a su hermana mayor, esta respondió y el juego se intensificó hasta que terminaron empujándose y riendo al tiempo que trataban de ahogar sus risas cubriéndose la boca con las palmas de las manitas. Los demás muchachos empezaron a hacer lo mismo y al cabo de unos minutos habían instalado una particular rochela.

En la banca de delante había una pareja de edad avanzada; es natural que para un niño cualquier persona que supere los treinta parezca un anciano. Según Lucila, el señor tendría cuarenta y la señora treinta y cinco años. No había trascurrido dos minutos, cuando el señor se volteó y los miró con profundo desprecio haciendo la señal universal de silencio. El gesto les produjo mucha gracia y comenzaron a reír ruidosamente. Él se volvió para mirarlos con odio y pronunciar unas palabras que Lucila nunca pudo olvidar.

— ¡Gente sucia y vulgar!

Lo dijo con un tono profundo y gutural y con los dientes apretados. Aquello fue suficiente para que los niños retomaran la compostura ente el temor de recibir castigo. Muy apesadumbrados retornaron al estado de tensa calma. De pronto, la pareja empezó a intercambiar a voz en cuello algunas palabras que ellos no pudieron entender. La señora se levantó muy molesta y los miró con el mismo desprecio que su compañero, al tiempo que tomaba de la mano a una criatura que estaba sentada a su lado, y a la cual Lucila no había advertido, pero que  logró detallar hasta que se sentaron tres bancas adelante. Tendría unos cinco  años, y lucía el traje infantil más bello que hubiese visto en su vida. Era de organdí y encaje blancos, muy parecido a los de las muñecas italianas con cabeza, manos y pies de porcelana que siempre soñó tener; calzaba zapatos de patente negro y lucía medias tobilleras de hilo blanquísimo. Parecía una muñequita. Era rubia, sus ojos eran azules y su cabello dorado ensortijado le rodaba sobre la espalda y estaba sostenido por unos primorosos ganchos enjoyados. En el pecho lucía una gran medalla de oro ajustada a una cadena gruesa y larga.

Lucila se la quedó mirando hipnotizada, y sin proponérselo inmediatamente percibió la rústica tela de su vestido, lo burdo de sus zapatos de Charol sintético, sus medias amarillentas y holgadas y  su cabello, áspero y reseco, que nunca conoció el champú. En ese momento supo que  era una niña pobre y comprendió el significado de la palabra arrogancia.

Los expertos afirman que la consciencia del estatus socio económico despierta en el ser humano después de la adolescencia, pero a Lucila se lo despertaron de un solo golpe ese viernes Santo, porque hasta entonces la palabra pobreza nunca tuvo significado para ella.

Su grupo familiar estaba formado por siete hermanos, la madre y la abuela materna. Los padres estaban separados, más no divorciados; él vivía en el oriente del país con una joven con quien había procreado seis hijos, muy aparejados en edad con los hermanos de Lucila. El dinero que enviaba el padre, puntualmente cada mes, era suficiente para vivir modestamente; no sobraba, pero tampoco faltaba lo necesario. Todos lucían bien alimentados, eran buenos estudiantes y mantenían promedios escolares muy satisfactorios. Quizá, por todas esas razones Lucila nunca se sintió pobre, hasta el día cuando un señor arrogante calificó sus travesuras infantiles como signo de vulgaridad y suciedad.

Esa tarde, cuando regresaron a casa advirtió los muebles destartalados, las camas de hierro deformadas por el uso, las cortinas desteñidas, y las paredes necesitadas de una  mano de pintura. Sus ojos se humedecieron. Esa noche le preguntó a su hermano mayor el significado de la palabra “vulgar” y a ella no le pareció el concepto conectado al sentido que le diera el arrogante feligrés, porque nunca fue una niña popular. Ella era más bien, un tanto tímida.

El primer signo de que algo cambió en el alma de Lucila es que  siempre procuraba sentarse en el mismo sitio que aquella familia antes de su desesperada huida de la vulgaridad. Se escabullía entre los fieles para colocar su infantil trasero en el mismo sitio que aquella niña y sentir que eran iguales. Desde entonces cada domingo las diferencias sociales desaparecían de su mente durante una hora y media.

“Gente sucia y vulgar” dos palabras que perduraron en su mente y que nunca dirigió a otro ser humano, menos a un niño. Ella perdonó al arrogante señor porque esas palabras se convirtieron en una especie de mantra que siempre la impulsó a seguir adelante. “Tú no eres sucia ni vulgar, tu eres especial y tienes que seguir adelante”. Solía repetirse mentalmente cada vez que la vida la ponía a prueba.

Gracias a su perseverancia y las bondades del avanzado sistema de educación pública en la Venezuela de la década de los setenta, Lucila logró culminar la universidad exitosamente, al igual que sus seis hermanos. Como socióloga, comprendió por qué los seres humanos establecen diferencias que determinan la formación de sub grupos, y aunque la mayoría no tiene consciencia del hecho, tarde o temprano cada quien siente la pertenencia a un enclave. En algunas culturas cosas insignificantes otorgan pertinencia a un determinado grupo; sin embargo, en otras culturas las diferencias sociales son cuestión de vida o muerte. El tema es complejo, y en lo único en lo que parece estar de acuerdo la humanidad es que esas diferencias son la madre de todos los conflictos.

Para Lucía resultaría un reto buscar la contraparte; es decir, las circunstancias en las cuales los seres humanos, independientemente del estatus socio económico, raza o cultura, somos exactamente iguales. Se le ocurrió llamarlo: Tabula Rasa, un término matemático que por, extensión, vendría a ser el rasero que equipara el comportamiento humano. Durante años se dedicó a estudiar las circunstancias que ponen a los seres humanos en el mismo nivel, concluyendo que la más poderosa Tabula Rasa es la muerte porque todas las diferencias desaparezcan después que el último aliento sale de nuestro cuerpo. Un cadáver se descompone exactamente igual en cualquier parte del planeta. Exceptuando los asombrosos casos de preservación natural, el cuerpo de un rey y el de un mendigo se descompone de la misma manera.

En contraparte, Lucila comprendió que existen una serie de circunstancias, increíblemente cotidianas, que nos ubican en un mismo nivel. El amor, las enfermedades, el goce sexual, las emociones, los sentimientos, los baños públicos, los lugares de alojamiento, las vajillas de uso público, los asientos del transporte colectivo, son parte de la infinita lista de circunstancias que nos colocan en la Tabula Rasa.

A continuación algunos hechos anecdóticos recopilados por Lucila, la sociólogo a quien un arrogante señor colocó en un nivel muy bajo cuando tenía ocho años y medio.

LA COMPASIÓN

Durante la dictadura de Pérez Jiménez ocurrieron hechos terribles que la historia ha descrito con detalle. Al dictador, por ejemplo, se le atribuye la creación de un cuerpo de investigación policial llamado Instituto Nacional de Seguridad, el cual derivó en un organismo represivo conocido como Seguridad Nacional. Quienes se han dedicado a estudiar la SN la catalogan como el cuerpo policial más sanguinario y cruel que haya tenido nuestro país. De la misma manera, reconocen que sus redes de espionaje, mecanismos de delación, funcionarios encubiertos y una estricta disciplina interna permitieron abortar cualquier intento subversivo para acabar con el régimen militar que durante seis años asoló a nuestro país.

Dos décadas antes nació en un hermoso pueblo de los Andes uno de los colaboradores más temibles del funesto Pedro Estrada, jefe supremo de la Seguridad Nacional. Apenas cumplió los veintiún años, el muchacho se marchó de la Grita para Caracas, como tantos jóvenes de la región, buscando un futuro mejor; y aunque nunca pensó ser policía, terminó siendo el ayudante más eficiente que pudo tener don Pedro el señor de gustos afrancesados.

Durante sus últimos tres años la estabilidad del régimen estuvo supeditada a la Seguridad Nacional; por ende, el poder político, social y económico que alcanzaron sus cabecillas fue asombroso. Parte de esa bonanza salpicó al paisano de La Grita quien durante las vacaciones regresaba ostentando riqueza y poder. Se exhibía en lujosos carros, incurría en exorbitantes gastos de ropa, licor y comidas, presumiendo de ser uno de los hombres más poderosos del país. Cuando se excedía libando el miche “callejonero”, terminaba contando historias de persecución, detención, tortura y asesinato que le paraban los pelos a los más conspicuos. Muchos coterráneos lo acompañaban hasta el amanecer y nunca faltó la adulación y la lisonja para este oscuro personaje. Algunas familias se sentían orgullosas de invitarlo a su mesa; no obstante, nadie se atrevía a manifestarse en contra del régimen que privaba flagrantemente el derecho a la libertad a los venezolanos. Ningún “chácaro” tocaba el tema con el secuaz de Pedro Estrada a sabiendas que esto podría significar su muerte. Afortunadamente nadie cometió en ese error. Así, periódicamente, el personaje retornaba al terruño para disfrutar de las mieles del éxito sin consecuencias para sus coterráneos.

Muchos familiares del joven emigraron a Caracas y ocuparon cargos importantes en empresas públicas, pero el poder del secuaz se notaba especialmente en las grandes sumas de dinero que enviaba a sus parientes para que adquirieran propiedades o remodelaran las que ya poseían. Gracias a eso el estatus socioeconómico de la humilde familia se elevó al punto de ser considerada una de las más importantes de la pequeña ciudad. Sin embargo, a puertas cerradas y con gran prudencia, las familias fundadoras, el cura párroco y los seglares comprometidos con la actividad religiosa, mal ponían a aquel hombre conociendo sus andanzas en la capital.

            Como era de esperarse la oposición al régimen se fortaleció con el tiempo y los movimientos clandestinos surgieron a pesar de la eficiencia de la SN. Muchos pueblos vieron a sus jóvenes marcharse a Caracas para ingresar a grupos que luchaban denodadamente contra Pérez Jiménez. Dos hermanos, miembros de una familia muy respetada en La grita, cayeron en esa vorágine comprometiendo su vida en la lucha contra la dictadura.

En su última visita al terruño, el esbirro supo de la actividad subversiva de los hermanos gracias a un paisano que esperaba un cargo en el gobierno y que soltó la lengua en medio de una celebración inundada de miche y rancheras. Sin saberlo, al denunciar a sus coterráneos, el charlatán firmó su sentencia de muerte porque en la paranoia sangrienta de un régimen que se sabía en peligro, los delatores de los comprometidos terminaban igual que estos e incluso los delatores de los delatores corrían peligro.

Apenas regresó a Caracas, inició las averiguaciones respectivas y en menos de una semana los jóvenes terminaron en uno de los calabozos subterráneos de La Planicie. Cuando la familia se enteró de la aprensión, empezaron a buscarlos. Fue algo parecido al viacrucis de Jesucristo. Doña Adela y dos de sus hijos, una chica de 18 y un jovencito de veinte, se instalaron en la casa de un familiar en Catia; diariamente se apostaban en la sede central de la SN con la esperanza de conocer el paradero de los muchachos.

Una mañana, madre e hija vieron desde lejos al paisano caminando por el pasillo central, detrás de Pedro Estrada y se acercaron atropelladamente. Los escoltas las empujaron ofendiéndolas para amedrentarlas y el paisano las miró despectivamente, desconociendo a la mujer que le enseñó las primeras letras y le inculcó los valores que guiaron su infancia. La maestra se le acercó más, gritando su nombre y suplicando ayuda, él la apartó violentamente haciéndola trastabillar de manera que cayó de bruces sobre el piso resplandeciente. Haciendo el gesto de sacudirse las manos, se alejó sin hacer el menor gesto de compasión.

A los pocos días la familia se enteró, a través de los informantes de la resistencia, que Fernando y Arturo estaban detenidos en los calabozos de la Seguridad Nacional, sometidos a las mismas escalofriantes torturas documentadas por los sobrevivientes  de la dictadura. Lo más triste fue el peregrinar de los familiares para dar con el paradero ya que los jóvenes nunca fueron fichados, reportados y mucho menos  reconocidos por ningún cuerpo policial.

Es fácil comprender el dolor que invadió a la familia; empero, resulta edificante rendir un tributo a estos jóvenes tachirenses, quienes junto a cientos de víctimas del régimen fomentaron la base insurreccional que terminaría por derrocar a uno de los regímenes más implacables de nuestra historia.

Agotados todos sus recursos, doña Adela y sus hijos decidieron regresar al Táchira. El día anterior el hijo vio en la avenida Baralt el Oldsmovile negro en el cual solía trasladarse Pedro Estrada. El corazón le dio un vuelco cuando reconoció a su paisano sentado en el asiento delantero derecho. Como un loco se abalanzó sobre el coche y el conductor debió frenar bruscamente para evitar atropellarlo. El muchacho  tocó el vidrio de la puerta para llamar la atención de quien creía su amigo, sin embargo, el pasajero del asiento trasero, el mismísimo Pedro Estrada, le ordenó al conductor seguir adelante. Sin embargo, el jaureguino bajó el vidrio, saludó fríamente a su coterráneo y lo conminó a esperarlo en las afueras del palacio de Miraflores, esa misma tarde.

El joven esperó pacientemente en el sitio indicado, desde las doce hasta las seis de la tarde. Estaba preparando su retirada cuando la voz de un niño le sorprendió sobremanera.

—Un señor lo está esperando en la plaza O´leary, cerquita de la fuente. Me dijo que le dijera que vaya rápido y solo.

Desaforadamente recorrió las pocas cuadras que lo separaban de la plaza. Efectivamente, sentado en una banca leyendo la prensa estaba el hombre con quien él y sus hermanos compartieron juegos infantiles y sueños juveniles en una apacible andinidad que ahora parecía muy lejana. Lo saludó amigablemente pese a que el secuaz estaba armado y acompañado de un hombre con cara de matón. Durante varios minutos recordaron los momentos compartidos en la plaza Bolívar de La Grita cuando practicaban los más “atrevidos” piropos para galantear a las muchachas en la plaza Bolívar, después de la misa de cinco. Bromearon durante un rato hasta que el joven pudo encarar el asunto que tanto le interesaba, apenas el otro le dio el primer chance. Esta es, más o menos, la conversación que mantuvo, la cual  fue referida por  familiares.

— y ¿qué me lo trajo a usted por Caracas?

—Bueno, es que Fernando y Arturo se vinieron hace dos meses y cómo no tuvimos más noticias de ellos, yo me vine a buscarlos.

— ¿Y que vinieron a hacer esos confiscados aquí?

—Pues, mire paisano, dígame que ellos vinieron a averiguar cómo va lo del nombramiento de directora de mamá, porque hace un año  estamos esperando que la llamen, pero nada de nada.

—ahhh, carajo—dijo burlonamente el paisano—… ¿y dónde cree usted que puedan estar los muchachos?

—Pues, no sabemos, pero los familiares que tenemos aquí nos dijeron que parece que la Seguridad Nacional los agarró en La Candelaria, hace como dos semanas y después no supieron nada mas de ellos.

— ¿Y quién me le contó eso? porque que yo sepa a los que detiene la Seguridad Nacional es por cosas de política. ¿No será que esos pendejos se metieron en la “conspiradera”?

— ¡No, que va a creer usted, paisano¡ Ellos vivieron a lo que yo le dije.

—Entonces… ¿dónde se habrán metido esos confiscados? ¿Y usted que quiere que yo haga?

-—Pedro, yo le voy a decir la verdad porque estamos muy asustados —dijo mientras bajaba el tono de la voz hasta hacerlo un susurro—. A nosotros nos dijeron que hace un mes a los muchachos los agarró la Seguridad porque están metidos en algo raro; que se los llevaron para los calabozos y los están torturando. Nosotros le hicimos seguimiento, pero les perdimos el rastro. No hemos podido averiguar dónde están ahorita, ni siquiera si están vivos o muertos. Ayúdenos a encontrarlos, por lo que usted mas quiera— Suplicó con el rostro surcado de lágrimas

         El gesto de su interlocutor aterrorizó al joven porque se dio cuenta que acababa de confirmar las sospechas del esbirro. Si sus hermanos aún estaban con vida se habría perdido toda esperanza, porque el hombre de confianza de Pedro Estrada ya estaba seguro que aquellos jóvenes conspiraban contra el régimen.

— ¿Y quién me les informó de esas cosas?

—Bueno…son cosas que se oyen en la calle,

—Mire, paisanito, no me crea usted tan pendejo. Que yo sepa la Seguridad solamente detiene a los conspiradores, y que yo sepa ahí no se tortura a nadie y mucho menos se sacan listas de muertos. Esas cosas las inventan los malparidos que quieren tumbar a mi general. Ya lo creo que estos pendejos se metieron en la conspiradera. A mí no me pida ayuda para esos malditos y agradezca que no lo mande a detener a usted aquí mismo. Así que piérdase antes de que me arrepienta, so pendejo.

Después de esta conversación la incertidumbre asoló el alma de los familiares, pero no se resignaron hasta seis años después cuando recuperaron los restos. Durante esos años vivieron en el limbo entre la esperanza y la desesperación.

Doña Adela Labrador, viuda de Duque, brillante maestra de primaria que durante cuarenta años contribuyó a la formación de nuevas generaciones, empezó a menguar y, como las flores en los floreros, poco a poco perdió brillo, color y cuerpo. El resto de la familia, aunque trató de reponerse a la desgracia, jamás volvió a ser la misma. Al cabo de un año, la casa materna parecía un convento, silente y frío.

Afortunadamente, dos años después de la desaparición de los hermanos, la sociedad venezolana como protagonista y el Ejército Nacional como garante de la institucionalidad, lograron derrocar al régimen de Marcos Pérez Jiménez, quien huyó con su familia ya entrada la madrugada del glorioso 23 de Enero de 1958.

La noticia de la fuga del “Gordito del Táchira” en “La vaca sagrada”, como apodaron despectivamente al tachirense y al avión donde escapó, llenó de un júbilo malsano tinto de revancha a la mayoría de los venezolanos. Esto se notó principalmente en la reacción espontánea en todas las sedes de la Seguridad Nacional. El paisano de la Grita, abandonado a su suerte por  Pedro Estrada, no escapó de la furia popular.

LA TABULA RASA. SEGUNDA PARTE

Como si previamente se hubiesen puesto de acuerdo, cientos de hombres y mujeres se plantaron frente a las sedes de la SN pidiendo a gritos la cabeza de los “esbirros”. Así se tratase de funcionarios administrativos que nunca tuvieron culpa de las prácticas represivas de la institución, o trabajadores de mantenimiento desconectados con las abominables prácticas, exceptuando su función de limpiar la orina, excrementos, sangre y vómito que solía quedar en las salas de interrogatorio.

También la emprendieron con los torturadores especializados en golpear con bates de beisbol el cuerpo del conspirador previamente envuelto en una colchoneta de paja;  con expertos en aplicar corriente en los testículos y en los pezones de los torturados, fuesen hombres o mujeres; con sádicos que gozaban cortando la piel de los interrogados para aplicarles luego sal y jugo de limón; con los retorcidos malvivientes que disfrutaban profundamente introduciendo maderos en los orificios naturales de los detenidos a guisa de violación mecánica; con diestros operadores del mecanismo que obligaba al torturado, colgado del techo por las manos, a apoyar sus pies sobre rines de carro con los bordes afilados como navajas para que sus pies se abrieran hasta los huesos, todo esto para obtener una confesión sobre sus actividades subversivas.

En fin, que sólo por el hecho de trabajar en la SN cualquier vecino se convirtió en un monstruo digno de ser aniquilado. En muchas ciudades se produjeron linchamientos con saldo fatal. La muchedumbre pedía la cabeza de cualquier persona que hubiese estado relacionada con las actividades de la SN. Durante días la masa sedienta de venganza permaneció frente a la entrada de la fatídica Seguridad Nacional, pidiendo vendetta.

Entretanto, en La Grita, Atenas del Táchira, sus habitantes intentaban recobrar la calma y volver a sus cotidianas existencias. Una mañana, en los primeros días de marzo de 1958 apareció un pordiosero en la plaza Bolívar. Su aspecto era tan lamentable que muchos parroquianos le lanzaron monedas, sin que él lo pidiera. Permaneció cuatro días sobre la baldosa a la intemperie, totalmente desorientado, y la mayor parte del tiempo parecía estar dormido. Cuando lograba incorporarse daba traspiés y volvía a caer al suelo. Sí alguien intentaba acercársele para socorrerlo le dedicaba una mirada cargada de odio y levantaba una vara para alejarlo.

Cualquier observador habría asegurado que, a pesar de su terrible aspecto, aquel hombre no tendría más de cuarenta años, pero parecía un anciano; que era de contextura fuerte, pero había perdido mucho peso; que su cabello era una asquerosa maraña, pero aún conservaba señales de un corte perfecto, y que sus ropas eran de buena factura, pero producían asco.

Al segundo día, algunas almas piadosas se preocuparon por el desdichado y empezaron a llevarle ropa y alimentos que ingería con desesperación, pero ninguno usaba acercársele a menos de dos metros por temor a ser agredido con el largo y espinoso leño que usaba a guisa de bastón.

En la mañana del cuarto día, el mendigo desapareció sin dejar rastro; en el lugar sólo quedaron restos de alimentos, trapos sucios y hojas de periódico. Según comentó un trasnochador, cerca de las dos de la madrugada fue recogido por el conductor de un vehículo que se alejó velozmente del sitio.

Una de las personas que más se apiadó del vagabundo que protagonizara los chismes de la pequeña ciudad, fue doña Adela. Una mañana, a pocos días de la desaparición, estaba restregando una blusa sobre la superficie rugosa del lavadero ubicado en el solar de su casa, cerca del cuarto de los chécheres. Durante varias generaciones su familia fue la dueña de esa gran casa solariega, con zaguán, ventanas con pollo de madera noble, hermoso jardín interior, dos salas y siete dormitorios. El enorme solar colindaba con el patio trasero de otra vivienda y ambas casas tenían su entrada por dos calles de una misma manzana, de manera que las dos ocupaban una manzana completa.

De repente, la anciana vio a un hombre intentando saltar la pared de bahareque del solar y a dos policías municipales, seguidos de varios vecinos, persiguiendo a aquel que intentaba escapar desesperadamente. Con dificultad, el perseguido traspuso el obstáculo y se acurrucó en un pequeño matorral adyacente. Un vecino logró trepar la pared asomándose al otro lado, pero no pudo ver al agazapado.

— ¿Buenos días, vecinos, qué está pasando?—gritó alarmada, doña Adela.

—Buenos días, doña Adela estamos persiguiendo a un ratero que estaba escondido en la casa de los Durán. Se nos escabulló por el solar y parece que saltó para su casa.

—Yo no he visto a nadie. ¿No será que se escondió en el patio de los Aliviares?—Mintió.

— ¿Está segura, doña Adela?— interrogó uno de los policías con duda en sus palabras.

— ¿No oyó lo que le dije? Yo no vi a nadie—afirmó, sin lugar a dudas, la buena matrona.

—Qué cosa más rara—.murmuró intrigado otro de los vecinos, encaramándose en la pared.

—Hágame el favor y se me baja de la pared, don Ernesto, porque anoche llovió mucho y está muy blandita.

—Disculpe, doña Adela. ¡Vámonos, parece que al ratero se lo tragó la tierra! —dijo el frustrado vecino encabezando la retirada de los perseguidores.

—Sí ve a un hombre raro nos avisa, por favor, doña Adela. Vamos a seguir buscando.

—Yo le metí una “piedrada” por la cabeza y seguro que está “escalabrao”—advirtió el vecino de mayor edad.

—Está bien, si veo cualquier cosa le aviso a la policía — rezongó la anciana fingiendo retirarse al interior de su casa.

     A los pocos minutos, regresó comprobando que el hombre continuaba en la misma posición. Se acercó cautelosamente conmoviéndose hasta lo más profundo de su alma. La frase “perro sarnoso” podía aplicarse a la perfección al remedo de persona que permanecía encogido sobre sí mismo entre las matas de “amor ardiente”. Con infinita compasión se acercó hablándole suavemente. Cuando el hombre levantó la cara, la sorpresa hizo que el corazón de la anciana latiera a ritmo de caballo desbocado,

— ¿Por Dios, hijito, que me le pasó? ¿Por qué lo están persiguiendo?

     El “perro sarnoso” no reaccionó. La piadosa mujer lo arrastró, prácticamente, hasta el cuarto de los chécheres recostándolo sobre una vieja colchoneta, arropándolo con una cobija y advirtiéndole que no saliera porque los policías seguían buscándolo. Le aconsejó descansar y le prometió volver más tarde con sopa de pollo caliente y jugo de moras.

     A las dos de la tarde, cuando sus hijos se marcharon a sus trabajos, doña Adela lavó, curó, vistió y alimentó al hombre en el cuarto de los chécheres. Varias cosas llamaron la atención de la maestra que se creía “curada de espantos”: una profunda herida reciente, en la región parietal, una venda Tensoplast colocada en la parrilla costal derecha y que parecía haber sido manejada por un profesional de la medicina o enfermería, e innumerables hematomas y cortes profundos en caderas, nalgas y espalda que databan de por lo menos tres semanas, en algunas heridas pululaban gusanos. Durante varios días, no respondió de sí mismo, y solo atinaba a mirar aterrorizado la puerta de la estrecha habitación, cada vez que el perro de la casa se acercaba a husmear.

Sin vacilar un minuto, la buena mujer cuidó del hombre poniendo en riesgo su vida y su integridad, sin hacer preguntas o motivar respuestas. Así, durante siete semanas acudió furtivamente al cuarto donde la familia guardaba todo lo que no usaba, pero tampoco quería desechar.

     Lentamente las heridas sanaron, la actitud cambió y el hombre pudo articular palabras. Lo primero que hizo fue dar las gracias a su bienhechora; también, le dijo que no podía permanecer más tiempo allí, y que muy pronto vendrían a buscarlo. Alguien estaba esperando órdenes para recogerlo, sólo se necesitaba avisarle .Doña Adela comprobó el nivel de educación, el grado de inteligencia y los modales afrancesados de su protegido. Igualmente sintió gran alivio al saber que alguien se ocuparía de aquel desgraciado y pronto terminarían sus preocupaciones. Juntos planificaron la estrategia de salida para el próximo día viernes por la noche.

El día pautado, deseándole toda la suerte del mundo, doña Adela sirvió el que pensaba sería el último puntal del prófugo. Eran las cuatro de la tarde y la doña se sentía segura porque todos los viernes sus hijos solían reunirse en la Plaza Bolívar con amigos, después del trabajo, y no regresaban hasta pasada la medianoche. Estaba haciéndole la última cura al vagabundo cuando escuchó el familiar sonido de una llave intentando vencer la resistencia de una cerradura. Ambos se quedaron petrificados; el uno maldiciendo mentalmente y la otra rogando al santo Cristo para que no se abriese la puerta. Quien intentaba abrirla desistió, y aliviados escucharon sus pasos dirigiéndose a la casa. Doña Adela esperó varios minutos antes de salir.

Su sorpresa fue mayúscula cuando al entrar a la casa vio a su hijo menor saliendo de la cocina.

—Mamá, nos dieron la tarde libre porque a las cinco la Junta de Gobierno va a dar un mensaje a la nación y quieren que todos lo escuchemos.

—Que bueno, mijito, vamos a prender el radio.

—Por cierto, estuve tratando de entrar al cuarto de los chécheres y no pude.

—No mijito, es que yo cambié la cerradura porque la otra llave se me traspapeló.

— ¿Y no puso la nueva en el llavero?

—Pues, mire que no, mijito, Pero hoy mismo la pongo.

—Sí, mamá. Quiero sacar la guitarra de Fernando porque se me metió en la cabeza que tengo que aprender a tocarla como él.

—Bueno, pero ahora vamos a escuchar el mensaje, Yo mañana le dejo la llave nueva en el llavero porque ahorita ya ni me acuerdo dónde diantres la puse.

—Está bien mama, pero no se le olvide.

     Finalizado el mensaje a la nación el joven cenó, pero no se marchó a la plaza como lo hacía cada viernes, desde que alcanzó la mayoría de edad.  Doña Adela rezó todas las oraciones conocidas para que su hijo saliese de su casa y el fugitivo pudiese abandonar el escondite poniendo fin a su angustia. Pero, ninguna de las dos cosas ocurrió.

     A la mañana siguiente se vio obligada a poner la llave en el llavero, pues no quedaba otro recurso. Después de pensarlo detenidamente hizo algo que solamente podría llevar a cabo una mujer muy valiente. Con el arrojo que caracteriza a las mujeres de la montaña, sacó los trajes de su difunto esposo del enorme escaparate de tres cuerpos, y trasladó allí al hombre del cuarto de los chécheres. Contraviniendo sus costumbres y rompiendo sus más estrictas normas de moral, aceptó que otro varón que no fuese su esposo, durmiera en su cuarto, la viera en ropa de cama y usara su baño privado.

     Durante cinco días, el fugitivo permaneció acurrucado en el escaparate, allí dormía e ingería sus alimentos, y sólo abandonaba el escondite para hacer sus necesidades fisiológicas dos o tres veces al día. Resultaba improbable que los habitantes o visitantes de la casa pudieran verlo, ya que siendo una mujer viuda doña Adela mantenía la puerta de su cuarto cerrada con llave.

Quizá lo más desquiciante de esta historia, considerando los cánones de moralidad que guiaban la conducta cualquier viuda, es que el hombre terminó durmiendo en la cama matrimonial porque las fracturas en sus costillas le provocaban un dolor tan insoportable que no dejaba de quejarse, aún dormido. Su compasión la impulso a sacarlo del escaparate y acostarlo en su cama, y ella terminó durmiendo en un colchón colocado cerca de la puerta

    La agonía se agudizó una noche, catorce días después y cerca de las diez, cuando una comisión policial se presentó solicitando permiso para capturar a un esbirro de la Seguridad Nacional que, según una investigación pormenorizada y con los datos aportados por los vecinos,  estaba escondido en el cuarto de los chécheres, sin que los habitantes de la casa lo supieran. Los policías revisaron el cuartico y se marcharon profundamente decepcionados.

Esa misma madrugada, Pedro Eleazar Duran, natural de la Grita, alumno de doña Adela, culpable de la delación y muerte de dos de sus hijos, escapó de las manos de la justicia llevando consigo suficiente dinero, ropa y alimentos para huir a Colombia, donde, según una versión murió a los ochenta años. Otras versiones dicen que fue atrapado en Ureña, dos días después, juzgado y condenado a 30 años de prisión.

     Como todo en esta vida se sabe y nada permanece oculto bajo el sol, siendo una anciana de cabello totalmente blanco y cercana a los noventa, doña Adela relató con asombrosa lucidez la historia de cómo escondió por más de dos meses a Pedro Durán, hombre de confianza de Pedro Estrada, cuando llegó a su pueblo natal buscando ayuda de sus familiares.

      Según le relató el prófugo, la noche del 23 de enero de 1958, ante los acontecimientos desatados en las calles de Caracas, él comprendió dos cosas: que estaba en la lista de los más buscados, no por la importancia de su cargo sino por su saña sanguinaria, y que no estaba en la lista de los escogidos por Pedro Estrada para protegerlos, otorgarles salvoconducto y, posteriormente, sacarlos del país.

      Cerca de las tres de la madrugada logró llegar a su apartamento en Bello Monte, juntó todo el dinero y la ropa que pudo, y salió a hurtadillas del edificio. A la media cuadra fue alcanzado por una turba que hacía guardia a su residencia y golpeado salvajemente hasta creerlo muerto. Lo abandonaron a su suerte al ser avisados sobre otro esbirro que acababa de ser avistado a tres cuadras de allí.

    Atravesando vicisitudes fáciles de imaginar, logró llegar catorce días después a su pueblo natal, pero encontró la casa de su familia cerrada a cal y canto. Sus familiares habían escapado ante una serie de amenazas, veladas y directas, que muchas personas hicieron contra ellos. Soportaron hasta el día cuando una hermana de Pedro Durán fue atacada con piedras por un grupo de parroquianos a la salida del mercado municipal. Entonces, se dirigió a la plaza Bolívar y, en el colmo del cansancio físico y la derrota moral, se quedó dormido sobre las lozas. Allí permaneció cuatro días, comiendo mendrugos, cubriéndose con los trapos que le tiraban, y esperando un milagro para salir de la penosa situación en que se encontraba. No levantaba la cara, jamás miraba a nadie y su voz nunca fue escuchada. No se movía del sitio y agredía a cualquiera que se le acercase a menos de dos metros. La cuarta noche, cerca de las siete, se acercó un vecino.

—Don Pedro, quédese tranquilo que hoy en la madrugada lo vienen a buscar— dijo alejándose apresuradamente y mirando inquieto a todos lados.

            Efectivamente, en la madrugada fue trasladado a la casa familiar, dotado de ropa, productos de higiene personal, alimentos y medicinas. Le advirtieron que no se asomase por las ventanas y mucho menos saliese de la casa. Le prometieron venir a buscarlo pronto para ayudarlo a escapar hacia Colombia. Al salir aseguraron la puerta principal con la misma cadena que lo hizo la familia en su apresurado escape.

          Durante varios días el prófugo permaneció en la casa, recuperándose. Más, una mañana se despertó con los golpes de un martillo y cincel que  intentaban romper la cadena; entonces, escapó semidesnudo hacia la casa vecina, trepando por la pared de bahareque reblandecida por la lluvia de la noche anterior.

      Cuando alguien preguntó a doña Adela porqué había arriesgado su vida y la de la familia escondiendo a un asesino en su casa, contestó con una sonrisa de satisfacción.

—Hijo, la principal enseñanza de nuestro señor Jesucristo fue la práctica del perdón para con nuestros semejantes. Todo ser humano merece ser juzgado y castigado por sus errores, pero nadie debe ser tratado como un perro sarnoso…ni siquiera un perro sarnoso.

               Sin duda, esa extraordinaria tabula rasa llamada compasión, puso al mismo nivel a un esbirro de la Seguridad Nacional y a la madre de dos de sus víctimas.   (Liliam Caraballo)

    

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