Opinión
La tercera máscara
lunes 27 octubre, 2025
Antonio Sánchez Alarcón
Toda civilización fabrica sus propias máscaras. No para engañar, sino para soportarse. La primera —M1— suele ser la máscara del propósito: La promesa de que hay un sentido que justifica el esfuerzo, el sacrificio o el sufrimiento. La segunda —M2— es la del desencanto: Cuando la promesa se quiebra y el individuo aprende a sobrevivir con menos fe, pero con más simulación.
La tercera, M3, es la más sutil y peligrosa: la del hábito.
El M3 no cree ni descree; simplemente repite. Ya no busca comprender, sino continuar. Es el estado en que una sociedad o un individuo se acostumbra a sí mismo, incluso a su absurdo. Se sigue respirando, trabajando, opinando, como si nada tuviera peso. Es la anestesia del espíritu disfrazada de normalidad.
Toda época llega, tarde o temprano, a su M3. Es cuando las palabras pierden filo, los gestos se vuelven automáticos y la conciencia se reduce a una rutina emocional. Nadie se pregunta ya por qué hace lo que hace; basta con hacerlo. Así, la costumbre reemplaza a la convicción y el miedo al vacío se disfraza de estabilidad.
El M3 no necesita censura: Basta con el cansancio. Su poder consiste en lograr que la inercia parezca serenidad y que la rendición adopte modales de prudencia. Los pueblos, como los individuos, se deslizan hacia el M3 cuando dejan de distinguir entre el vivir y el durar.
A veces, sin embargo, ocurre un temblor —una crisis, una pérdida, un gesto inesperado— y la máscara se resquebraja. Es entonces cuando se descubre lo insoportable: que no hay nada debajo. Que detrás del M3 no hay rostro, solo un eco que repite lo que alguna vez fue una voz.
Quizás toda esperanza consista en recuperar ese silencio anterior al hábito. No para volver al origen, sino para recordarnos que aún somos capaces de sorprendernos.
Porque mientras exista la posibilidad de asombro, aún no todo está perdido.









