Opinión

Las colas de gasolina: “Los cupitos”

19 de diciembre de 2019

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Roxana Pérez,veinticinco años, egresada de médico cirujano en la ULA y cursante de la residencia en Medicina Interna del hospital Central, se obstinó de hacer cola parala gasolina. La razón de su obstinación era el recuerdo de tres noches y cuatro días pasados en la cola de la E/S El Castillo, donde ocurrieron muchas cosas, entre ellas un asalto, muerte por infarto al miocardio y la violación de una mujer. Experiencias que la dejaron incapacitada para volver a hacer cola, según ella creía.

Por otro lado, asociaba todo aquello con el conato de romance con Fernando, el apuesto profesor de la Católica, que terminó en la insólita circunstancia de conocer a tres hermanos medios de cuya existencia jamás tuvo la menor idea. Aunque Irma y Jennifer, sus medias hermanas, se empeñaban en iniciar una relación familiar, ella experimentaba emociones y sentimientos encontrados cada vez que llamaban. Su medio hermano, Fernando, jamás volvió a contactarla. El pobre hombre sentía una punzada en el epigastrio que lo doblaba en dos, cada vez que recordaba cuánto deseara sexualmente a la muchacha que terminó siendo su hermana. Por otra parte, Zaida, la madre de Roxana, no terminaba de aceptar en la vida de su hija a los hijos del hombre que la abandonó embarazada, hacía ya 25 años.

Por esta y otras circunstancias, Roxana decidió comprar ilegalmente la gasolina para su carro, antes de someterse nuevamente a la tortura de una cola. Cada pimpina de 20 litros le costaba sesenta mil pesos y alcanzaba para dos semanas. Zaida hacía las diligencias usando el transporte público y caminaba hasta los abastos, carnicerías y verdulerías de barrio Sucre para hacer las compras diarias y ella usaba el carro solo para trasladarse al hospital. Parair al centro médico popular, donde pasaba consulta tres veces a la semana, recorría a pie las doce cuadras que la separaban de su casa.

Afortunadamente, el recorrido hasta el hospital no era largo. Ambas vivían en un apartamento de cuatro habitaciones y dos baños, ubicado en la urbanización Quinimarí. Zaida lo adquirió veintiséis años atrás por medio de un crédito hipotecario en Provivienda, entidad financiera ya desaparecida. Era una joven de 22 años cuando decidió adquirir vivienda propia. La cuota inicial representaba la cuarta parte del costo total del apartamento, y el resto debería pagarlo en 240 cuotas mensuales, a un interés del 5 % sobre el capital adeudado. Con el salario de asistente administrativo en el banco Sofitasa, no tuvo problemas para adquirir el crédito; por supuesto, para pagar la inicial debió pedir adelanto de prestaciones sociales, un préstamo personal y anotarse en varios “Sam”: un sistema de ahorro informal que estaba de moda por esos días. Igualmente, compró a crédito los muebles, electrodomésticos, lencería y accesorios necesarios para equipar su hogar. En la actualidad, Zaida y su hija usaban gran parte de sus recursos y energías para mantener y embellecer aquel apartamento: su más preciado bien material.

Muy a su pesar, a mediados de octubre de 2019, Roxana comprendió que no podía seguir gastando la mitad de su exiguo salario para comprar combustible; a ese ritmo no le quedaría dinero ni para sus gastos personales; entonces, tomó la decisión de usar transporte colectivo para ir al trabajo. Más de una vez se vio a la hermosa mujer, de pie y aferrada a los parales metálicos de una de las sobrecargadas busetas de la línea Intercomunal, tratando de mantener el equilibrio mientras apretaba contra su pecho el bolso con sus pertenencias. Lo peor eran los días cuando amanecía lloviendo.

Una mañana de noviembre estaba terminando su guardia nocturna y se le acercó el esposo de una paciente ingresada la noche anterior por una crisis hipertensiva.

— Doctora, yo estoy muy agradecido por la forma como usted atendió a mi esposa. Perdone la pregunta… ¿usted tiene carro?—le preguntó sin transición en el tono de voz.

—Sí, tengo un carrito, pero lo tengo parado por gasolina.

—Doctora, yo le ofrezco sin compromiso uno de los “cupitos” que  tengo en la cola de la Unidad Vecinal.

— ¿Qué es eso de “cupitos” —preguntó alarmada la médico—, me puede explicar?

—No es nada ilegal, no se me asuste, mi doctora. Nosotros llevamos carros de la familia o de amigos y los metemos en la cola, uno detrás del otro, desde el día anterior. Alguien se queda cuidando los carros y apenas empiezan a marcar, llamamos a los dueños. Eso lo hacemos dos o tres veces a la semana. A veces no llega gandola y tenemos que sacar los carros, pero a veces la pegamos y “tanqueamos” los carros.

—Disculpe, señor…

—Rafael Moreno, para servirle.

— ¿Señor Moreno, que hacen ustedes con la gasolina? Si no calculo mal, cinco carros por 40 litros, tres veces a la semana, son 600 litros—preguntó molesta, dándole a su voz tono de marcado reproche.

—Cada quien hace con la gasolina lo que puede. Muchos la usan para su gasto, otros la venden. No nos critique, doctora, pero es una forma de vida. Yo, por ejemplo, tenía un taxi y tuve que pararlo porque se me fundió la máquina y no he podido repararla. Tengo una hija que es contadora y tiene tres muchachos, no siguió trabajando porque con el sueldo no le alcanzaba ni para el pasaje; entonces, yo le guardo tres “cupitos” de diez mil pesos y con eso se ayuda.

—Independientemente de sus razones personales, eso está agravando el problema del combustible.

—No, mi doctora, el problema mayor es el contrabando a Colombia, por menudeo y por gandolas, en complicidad con las autoridades. Lo que nosotros hacemos equivale a un trabajo de 24 horas, a la intemperie, corriendo riesgos, pasando noches en vela y arriesgando nuestra vida… ¿no le parece? (Liliam Caraballo)

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