El pasado viernes, 30 de noviembre de 2019, Nicolás Maduro expresó, en un acto político sobre el tema ferroviario, lo siguiente: “Cada fábrica, un cuartel. Por eso ordeno que se le entregue por vía de reglamento militar, como está legalmente establecido, los 13.000 fusiles seleccionados para la clase obrera y los cuerpos combatientes de Guayana, de manera inmediata»
En esta orden, Maduro pidió realizar un acto especial en Guayana con motivo de esa entrega de armas. Además, instó a los integrantes de los cuerpos combatientes a avanzar en su organización para el resguardo de las empresas básicas, “frente a cualquier ataque que intente quebrantar su estabilidad”.
La orden anterior, totalmente inconstitucional, forma parte de una política de desprofesionalización de la Fuerza Armada Nacional, y de establecimiento de un movimiento político armado para intimidar, hostigar y atacar a la sociedad civil, que cada día expresa, de diversas formas, su repudio al modelo comunista implantado por la camarilla usurpadora.
Asistimos a un proceso de caotización creciente de la sociedad, no solo por la hambruna en marcha y por la destrucción de la infraestructura institucional y material del país, sino por la decisión de preconstituir un escenario de violencia, ante el creciente clima de tensión social que se viene desarrollando en los más diversos y densos sectores de nuestra sociedad.
Maduro busca sembrar el terror. Desmovilizar la protesta, parar la crítica, el reclamo legítimo de un pueblo indignado y golpeado por el hambre y la enfermedad. Los fusiles, lo saben él y su camarilla, solo son útiles para intimidar a nuestros propios compatriotas, para fomentar el odio social, para armar a sectores del hampa que, en clara alianza con la camarilla gobernante, obtienen licencia para desarrollar su vida hamponil, con tal de servir como punta de lanza, cada vez que deben ser enviados a matar, golpear o amedrentar ciudadanos en las calles, tal y como ocurrió con la protesta de los educadores, disuelta por bandas delincuenciales, el día lunes 16 de septiembre de 2019, a las afueras del Ministerio de Educación en Caracas.
No podemos despachar esta orden como una declaración más del usurpador. Es esta una prueba fundamental de la situación de indefensión en que se encuentra la sociedad, para acometer la acción política destinada a lograr un cambio en la conducción del Estado, hecho absolutamente normal en toda sociedad democrática, que auténticamente se precie de serlo.
La lucha de los partidos políticos, sindicatos, gremios, ONG y ciudadanía en general, para desarrollar una vida política normal, está severamente condicionada por el nivel de violencia que el “chavo-madurismo” le ha inyectado a nuestra sociedad.
Tenemos los colectivos armados, las bandas hamponiles toleradas por el régimen, los núcleos de la guerrilla colombiana (ELN y FARC) establecidos en la frontera, en los llanos y en Guyana. Existe una proliferación de armas en manos de un número indeterminado de personas, a las que ahora se suma esta orden de entregar trece mil fusiles a unos imprecisos e indefinidos “cuerpos de combatientes”, todo lo cual convierte a nuestra nación en un campo minado, lleno de armas perdidas, capaces de desatar una verdadera tragedia u holocausto en el corazón de un pueblo, que sufre como nunca en la historia una calamitosa situación.
Estamos, entonces, frente a una amenaza seria. Ya las armas de la república no están exclusivamente en manos de una institución profesional del Estado, al servicio de la paz y seguridad de toda la nación. Hay armas regadas como arroz. Hay un riesgo de grandes proporciones que debe ser estudiado, por los sectores profesionales e institucionales que puedan aún existir en la Fuerza Armada Nacional.
Pero muy especialmente debe ser estudiada por la comunidad internacional, que está en el deber de observar con detenimiento el grave riesgo de una tragedia mayor a la que estamos expuestos los venezolanos en la hora actual. Se trata de lo que en el Derecho Internacional se ha definido como “guerra de agresión”.
Esa carrera armamentista, en grupos informales, es una declaración de guerra a la ciudadanía, a la oposición política. Es una clara guerra de agresión.
El régimen de Maduro ha demostrado, una y otra vez, que no se detiene, ni oye a los órganos que velan por la vigencia de los derechos humanos a nivel continental y mundial. Frente a ese comportamiento es menester apelar a la doctrina social de la Iglesia, expresada claramente por san Juan Pablo II, durante su pontificado.
Él expresó: “La guerra de agresión es indigna del hombre. La destrucción moral y física del adversario o del extranjero es un crimen. La indiferencia práctica frente a modos semejantes de actuar es una omisión culpable. Los que se dejen llevar por estos abusos, aquellos que los excusan o justifican, responderán no solamente ante la comunidad internacional, sino ante Dios”.
Entonces, el Santo Padre solicitó a la Comunidad Internacional intervenir para evitar daños mayores. Clamó por gestiones diplomáticas y sanciones. Pero también expresó: “Una vez que todas las posibilidades por las negociaciones diplomáticas y los procesos previstos en las convenciones y las organizaciones internacionales han sido empleados; y que, no obstante ello, enteras poblaciones están a punto de sucumbir bajo los golpes de un injusto agresor, los Estados no tienen ya más el derecho a la indiferencia. Pareciera que su deber fuera, entonces, desarmar a este agresor, si todos los otros medios se han mostrado ineficaces”. (Discurso del papa Juan Pablo II ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. NY, 5/10/1995)
No tengo duda que es urgente desarmar a estos agresores. Sus fechorías las hemos visto. Recientemente masacraron a los indígenas Pemones en Ikabaru, para controlar la extracción ilegal de oro. No puede esperarse una tragedia de mayores dimensiones para entender que hoy, más que nunca, el mandato de san Juan Pablo II está plenamente vigente
César Pérez Vivas