Ramón J. Velásquez
En aquella San Cristóbal de entonces, todas las tardes salíamos mi padre y yo a caminar hacia allá, hacia la arboleda, por los caminos del bosque. En ese tiempo después de las seis venía la oscuridad y se encendía el cielo… Otras veces salíamos por La Concordia, que entonces se llamaba La Sabana. Adelante, caminando, caminando. Nunca usó el automóvil, iba a pie y dialogando. Sí, ese fue el… con su formidable formación. Fue un hombre fuera de lo común
Ese paisaje quedó grabado en mí, y yo ahora cuando voy no veo el paisaje nuevo. Veo ese paisaje, el de entonces. El de mi padre por La Sabana, La Granja, el Valle y de ahí hacia arriba, reconstruyo mi paisaje.
Caracas, marzo de 2012
Por eso cuando me pidieron el prólogo para ese libro El recuerdo de los días, yo dije: No. Un prólogo no. Un epílogo del texto de El recuerdo de los días, el recuerdo de las horas, porque yo las viví muchas veces. Muchas veces le escuche historias, que él sabía y estudiaba y trataba. Por eso le dije a Régulo Burelli Rivas, en ese tiempo refugiado en San Cristóbal, quien se había salido del Seminario de Mérida y todavía no encontraba rumbo como ex seminarista… Gran poeta, después Embajador de Venezuela en Rusia y en Polonia, y que por esos días paso muchas horas hablando con mi padre. Nos visitaba en la casa, le dije:
_Escriba usted el prólogo de ese libro sobre mi padre
Hay también un elogio de mi padre escrito por Rafael Pinzón, que tal vez lo han descartado por cierta aversión a Pinzón, pero es muy interesante, importante porque él es muy conocedor de su obra y su personalidad. Está en el libro Gente del Táchira, de la Biblioteca de autores y temas tachirenses. Vale la pena conocerlo, leerlo por su análisis, las cosas que analiza las cosas que dice de Ramón Velásquez Ordóñez.
Hablar de mi padre es para mí primero leer, releer este texto que cierra el libro, El recuerdo de los días, el epílogo que escribí con el título de La lección de la mañana
Caracas, abril de 2012
Mi Padre
La lección de la mañana
El primer recuerdo de mi padre está envuelto en el paisaje de una tarde campesina. Me veo caminando por una larga senda, entre ceibos y cafetales, mientras el cielo se apaga. En la distancia florecen las luces de los ranchos. A los ruidos de la noche invasora se une el eco de las fuertes pisadas del hombre que me lleva de la mano. Camina a grandes trancos, como queriendo alejarse rápidamente de la ciudad. Responde a mis preguntas con amorosa sencillez. O me explica en forma muy simple aquellas cosas que interesan a la curiosidad infantil.
La escena se repite durante años. Fui su exclusivo compañero en aquellas marchas por las veredas del valle. A medida que iba creciendo, el diálogo se hizo más vivo, más rico en matices, más fecundo en enseñanzas. Después de cumplir con sus tareas de maestro, encaminaba sus pasos hacia aquellos parajes en su anhelo de encontrarse a sí mismo, de monologar en voz alta, de decir a los árboles, a las nubes, a los pájaros, cuanto no podía decir a los hombres.
Su juventud había sido rica en experiencias. Del Seminario se fue porque dudó de su fortaleza y no quiso hacer de su vida un ejercicio de engaño. Pero se llevó de aquellos años claustrales una formación humanística que perfeccionó incansable. Hasta los días vecinos a su muerte, lo contemplo en mi recuerdo sentado ante su mesa de trabajo, entre el claro oscuro del amanecer, leyendo sus filósofos, traduciendo del griego, absorto en las páginas de Suetonio o embebido en las frases de Tito Livio
Abandonada la teologal empresa transito los mil caminos de lucha y desamparo que componen la historia de un joven pobre en las postrimerías del siglo XIX. La selva lo llamó y entre su maraña estuvo.
Cuando regresó del mundo de los enormes bosques y de los grandes ríos, dedicó su vida a la enseñanza y durante treinta años lo vieron los pueblos del Táchira entregado a aquella empresa.
Era poco amigo de hacer el papel del disco fonográfico y en numerosas ocasiones sus alumnos se sorprendían frente a su personalísima manera de presentar los temas y de plantear inesperadas conclusiones. Ellos estaban acostumbrados a repetir mecánicamente los párrafos de los libros, mientras el maestro leía el texto para estar seguro de que los alumnos “sabían”, la lección. Desconcierto producía en algunos esta actitud de quien se empeñaba en hacer de la cátedra un sitio de formación del hombre.
Con el pretexto de que le interesaba tal o cual texto, me hizo leer en voz alta decenas de libros, de los más variados temas. Tenía especial empeño en que conociera la historia antigua y la historia de mi país y luego de leer alguna página me explicaba la razón de los episodios que la obra presentaba fríamente dando por sentado el cabal conocimiento del lector. César y Guzmán Blanco; Santo Tomás de Aquino y José Cortés de Madariaga; el doctor Miguel Peña y Antonio Pérez, el de España, me fueron así presentados en la adolescencia. Como también conocí al Arcipreste y a don Miguel de Cervantes.
Pero no fue a través de las lecturas como trató de orientar mi criterio y de sembrar las bases de mi formación. Para esta empresa utilizó sus andanzas por el campo A las cinco de la tarde, la pequeña ciudad se iluminaba un momento para recogerse luego en la larga noche pueblerina. A esta hora buscaba el camino que lleva a la vega o el otro, el que se va hundiendo en el mundo de la niebla montañera. El tema era escogido al azar. Lo mismo podía ser la diferencia y el alcance de las palabras “ética” y “estética” o las relaciones entre el hombre y la mujer; la razón del dogma en las religiones o el relato de la rivalidad entre Miranda y Simón Bolívar. Pero dichas todas estas cosas en forma sencilla y amena, sin retórica, en busca de la respuesta, tratando de plantear interrogantes, cortando el discurso cuando adivinaba cansancio o indiferencia en el oyente. Tan sincero era su respeto por el hombre y su devoción por la cultura, como su desdén por las grandezas humanas. Ningún honor valía para él lo suficiente como para renunciar al poderío interior que otorga el trato con los clásicos y el ejercicio de la bondad. En el mundo de la parroquia se divertía catalogando a los vanidosos, a los soberbios y a los desvergonzados, que reflejaban en la escala pequeñísima de la aldea, a los vanidosos, a los soberbios y a los desvergonzados de todo el universo.
En su esposa, mi madre, tuvo la inmensa fortuna de encontrar comprensión y fe en los mismos valores. Igual fortaleza. Ella también dedicó cincuenta años a formar generaciones. Ella también era humilde de corazón. Ella tampoco entendió el lenguaje de la vanidad, ni tuvo otra moneda para pagar que la del bien.
Mi padre escribió mucho y sobre muchos temas. Escribió para periódicos que tenían una circulación de doscientos ejemplares y cincuenta lectores. Escribió por disciplina, por vocación, para guardar lo escrito. Centenares de crónicas ágiles, impecables, amenas. Y también largos temas sobre filosofía, sobre preceptiva literaria, así como una Gramática Latina.
Con él he continuado dialogando, como en las tardes campesinas de mi niñez y de mi adolescencia. Dialogo sin temor porque no he olvidado sus enseñanzas. Como tampoco he olvidado el paisaje de árboles, luces y silencio.
Caracas, mayo de 1962