Alfredo Monsalve López
El bigote, chorreado de maldad, le vibró apenas mezcló la risa con una mueca sarcástica. Guiñó el ojo a una niña que le miraba como pidiéndole compostura. Su banda presidencial colgaba en su pecho como una canana llena de balas, lista para cargar los fusiles. A lo “Pancho” Villa pues. El recién electo presidente, con lentes “culo e’ botella”, buscaba a sus seguidores y detractores. Su mirada recorría una y otra vez el salón donde se iba a juramentar. No disimulaba la alegría y satisfacción por su nuevo cargo. No sabía lo que le esperaba.
Allí estaba él. Plantado. Con las piernas semiabiertas. Levantó la mano izquierda para hacer el juramento que le permitiría gobernar con y para el pueblo. Juramento que, de no cumplirlo, se vería obligado a salir con las tablas en el cogote. Todas las miradas le llegaban como dardos de acero. Se notaba nervioso. Las gotas de sudor comenzaron a correr por su frente, por las mejillas, hasta alcanzar los bigotes poblados que terminaban en la comisura de sus labios. El presidente del tribunal que tomaría el juramento, le indicó, con una seña, que era la mano derecha conque debía juramentarse. El nuevo presidente, delgado y encorvado como una daga, arqueó las cejas en señal de protesta; sin embargo, cedió a la petición del Sr. juez. Su rostro se infló de arrechera.
Tomado el juramento, sacó un pañuelo color blanco y enjugó el sudor que le impregnaba el rostro. Torpe y nervioso, pasó el trapo por la frente. Mirando el techo del recinto, oyó los aplausos de los pocos seguidores que brincaban a rabiar, y se dijo como sorprendido: “soy mandatario”. El subconsciente le traicionó una vez más, y gritó: “¡Qué viva yo, el presidente!”. No hubo loas. Su vista recorrió lentamente el salón. Nunca se imaginó que sería el primer mandatario de aquellos exiguos hombres y mujeres que lo eligieron. Su bigote, tembloroso y negro como la penumbra, brillaba ante aquella muchedumbre que clamaba prosperidad. La clave del brillo de sus bigotes era, según se jactaba de divulgarlo, al aceite de gallo que se untaba todas las noches.
En su cacareado discurso, ofreció villas y castillos. Aseguró que pronto el pueblo sería el mejor del planeta. Hizo énfasis en que la igualdad reinaría en cualquier rincón. Que su mandato sería uno de los más expeditos. Que tuvieran confianza en sus decisiones. Que a todos les llegaría la paz, felicidad y bienestar. Sin distinción, todos comerían de la bonanza. Prometió educación de excelencia para todos. La niña a quien le había guiñado un ojo, le miraba sin pestañar. Meneaba la cabeza como dudando de lo que ofrecía aquel hombre que vociferaba y que sudaba copiosamente. Después de 5 horas, culminó su perorata.
Al cabo de los años, la niña fue creciendo dentro de una sociedad maligna. Rancia. De serviles. Hombres y mujeres buscando aposento y comida para sus hijos. Las comunidades acudieron al presidente que gobernaba con un verbo encendido, ambicioso, indigno, traidor, vende patria, totalitario. El sátrapa eludía a sus conciudadanos que morían de mengua. Las calles, como un río copioso, se llenaban de gente ávida de esperanza. Buscando solución a sus necesidades. A sus demandas. Pedían al sátrapa, al caudillo, al megalómano, al bigotón (como finalmente le apodaron), magnanimidad y respeto. Que cumpliera con sus promesas. Que el juramento ante la majestad del pueblo no lo dedicara a unos pocos. La niña, que presenció la imposición de la banda presidencial aquella tarde fría del mes de octubre, estaba en lo cierto. El hombre no pudo. Decidió irse por un pasadizo secreto hacia una nación desconocida. Hubo poca desazón y mucha alegría. Con el pasar de los años, de aquella amarga aventura, llegó el progreso. La felicidad fue general. Sin distingo. Al nuevo mandatario el pueblo le gritaba: “¡Qué viva el Presidente!”. (Alfredo Monsalve López)
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