Opinión

Nuestra Universidad de los Andes ha estado expuesta a peligros de muerte

27 de enero de 2021

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Pedro A. Parra


Hoy, cuando siento que la Academia no está llegando al corazón y que nuestra casa de estudios está sufriendo los embates de una difícil situación, que pasa por lo económico y lo moral, lo material y lo profesional, recuerdo unas palabras que su eminencia, José Humberto Cardenal Quintero, dijese con la presencia del presidente de la República para esa época, del gobernador del estado Mérida y del cuerpo diplomático, en la sede de la muy ilustre Universidad de Mérida: “La mano amiga y generosa del Dr. Joaquín Mármol Luzardo, rector a quien cuadra de verdad el calificativo de magnífico, me trae hoy a la altura de esta tribuna universitaria. Subo a ella con el corazón rebosante de júbilo, porque mi viejo amor a esta casa venerable me obliga a considerar como propias sus alegrías ante los progresos que año a año va alcanzando…”.

“Por experiencia personal, sabéis todos vosotros que cualquier estreno, aun de un simple vestido, tiene la virtud de suscitar sentimientos de complacencia. ¡Cuán grande, cuán profunda, cuán amplia tiene que ser la satisfacción de la Universidad al estrenar ahora, traje de piedra, este espléndido edificio! Estimo no salirme de los límites de lo verdadero si afirmo que, en los ciento cuarenta y seis años que ella tiene de existencia, la hora actual es la más grata de su historia…”.

Hoy, nuestra gran casa, está cumpliendo los doscientos treinta y siete años; y, en aquella época un hada maligna se había acercado a su cuna y había murmurado palabras de maleficio. Y así, cuando la Universidad contaba apenas dieciocho meses y cinco días de vida, las bárbaras furias del terremoto del 26 de marzo de 1812 redujeron su casa solariega a un informe y enorme hacinamiento de escombros. A los nueve años de la catástrofe, la Universidad halló de nuevo un hogar estable donde albergarse, erigido desde los fundamentos por la voluntad tenaz del ilustrísimo señor Rafael Lasso de la Vega. En el levantamiento de tal casa puso el obispo tanto y tan amoroso empeño  que, para vigilar de cerca y continuamente los trabajos, mandó a construir en la esquina oriental de esta misma manzana “un tingladillo”, el cual “le sirvió de palacio todo el tiempo que duró la fábrica: allí rezaba, escribía, comía y despachaba”.

A tal holgura económica llegó la Universidad que, en 1845, decidió edificar a sus expensas casa propia; pero otra hada maligna se presentó y, un correo llega a las manos del rector Mas y Rubí, de fecha 13 de septiembre de 1847, donde le señalan que “no debe procederse por ahora a la construcción de un local propio para la Universidad de Mérida”. Forzada se vio la Universidad a continuar viviendo bajo el alero del Seminario. Hasta el 21 de septiembre de 1872 gozó la Universidad del hospedaje que le concediera el Seminario. Ese día, sobre el Seminario se descargó un golpe de muerte, con un inicuo Decreto de Extinción cuyo sablazo alcanzó también a la Universidad. La humilde casa, tomada en alquiler, hubo de mudarse la Universidad, y sin dejarse abatir por la desgracia prosiguió impávida su preclara labor de “sembradora de ideas”.

El cuerpo académico de aquella época, con desinterés que lo honrará siempre, acuerda entonces que, pagados solamente los mínimos e inevitables gastos de Secretaría y los pequeños sueldos del bedel y del sirviente, se destinen íntegras todas las rentas producidas por los bienes del Instituto a la reparación del vacilante edificio. Empezaba apenas la Universidad a disfrutar de la vieja casa, modesta pero decentemente remozada, cuando la misma mano despótica que antes diera muerte al Seminario, cayó de improviso sobre ella, con la fría crueldad de las aves de rapiña, para arrebatarle todos sus haberes. Y así, la Universidad, reducida en lo material a mendiga, sujeta a las limosnas que quisiera darle el gobierno, continuó desde sus cátedras regalando a la juventud las flores y las gemas de sus altas e invalorables enseñanzas.

En realidad, la Universidad de los Andes era para esa época la cenicienta de las universidades de la República. La nobleza, la verdad y la justicia se impusieron, y allí tenemos hoy nuestra Universidad, cual princesa perseguida, que al fin pudo obtener el trono que le correspondía, calzada con las botas de siete leguas para correr rumbo al futuro, donde ya están amaneciendo las esperanzas. Dejemos los enfrentamientos y las desuniones. Si ayer un terremoto no pudo con nuestra universidad, tampoco podemos darnos el lujo que la oscuridad termine con 237 años de historia. ¡Viva la Universidad! ¡Corazón, Amor, Voluntad y Vocación! ¡La ULA somos todos! 

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