Afirmar que la soberanía de Venezuela se encuentra pisoteada, es una subestimación de la realidad. Porque ello implicaría, que aún pisoteada o maltratada, queda algo de soberanía. Y no, en nuestro país no queda nada de soberanía nacional. Nada.
La soberanía venezolana pertenece al pasado, sobre todo al pasado democrático, en el que Venezuela llegó a la cima de su autoridad independiente. Lo que no puede significar, desde luego, que en un mundo globalizado no haya condicionamientos externos. Los hay: el desarrollo del derecho internacional lo confirma. Pero eso es una cosa, y otra que esa autoridad suprema e independiente haya dejado de existir. En pocas palabras: que haya fenecido la soberanía.
En nuestro caso, la soberanía no se disolvió de un día para otro. Fue un proceso gradual que comenzó con el siglo XXI, y a lo largo de éste llegó a consumarse, incluso sin que mucha gente se diera cuenta.
La soberanía que reside en el pueblo y que se expresa a través del sufragio, es un principio que fue vuelto trizas hace años. La voluntad popular, sede de la soberanía, no tiene importancia alguna. Es manipulada al antojo de los que aparecen controlando el poder. Es decir, las marionetas de los que toman las decisiones políticas de importancia, o los patronos castristas.
Al arbitrio de esos patronos se realizan votaciones para tratar de dar la impresión que todavía hay residuos de democracia en Venezuela. Bien se sabe que todo eso forma parte de una gran charada. Una protagonizada por el llamado oficialismo, pero en la cual también figuran, insidiosamente, algunos voceros de la oposición política.
Y no pocos, acaso por extrema candidez, defienden el “derecho al voto”, como si en la Venezuela sin soberanía, ese derecho tuviera alguna posibilidad, siquiera mínima, de ser ejercido. En la reconstrucción del país, que deberá empezar por la recuperación de la soberanía, el derecho al voto será decisivo. Pero en el presente es una ilusión de ilusos de buena o mala fe.
Por otra parte, las decisiones económicas, por decirlo de alguna manera, tampoco se adoptan en Venezuela, sino que se formulan en lejanos horizontes –chinos o rusos–, con la correspondiente alcabala cubana. Y como lo que les interesa a esos decisores es aprovecharse del país, lo que tenemos es una economía depredada en medio de una catástrofe humanitaria. Tal abatimiento no habría podido ocurrir si Venezuela hubiese mantenido su soberanía.
¡Pero la soberanía nos fue despojada en nombre de la soberanía! Y en el festín de la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de la historia, que se entremezcló con el carisma de una habilidosa demagogia, que obró como una especie de embrujo colectivo, al que se sumaron, en primera fila, una porción significativa de la “intelligentsia” vernácula, más animada por sus pequeñeces que por su responsabilidad reflexiva.
Y en ese vendaval, Venezuela se transmutó en santuario de todas las manifestaciones de la criminalidad organizada, de los carteles del vasto mundo de lo ilícito, de los grupos subversivos de muchos lares, comenzando por los de la vecina República de Colombia; de las mafias más sórdidas y peligrosas del orbe, y todo ello con el plácet de los patronos castristas, y el entusiasmo de esa gran tribu de lavanderos dinerarios que conforman la boli-plutocracia, no sólo roja sino multicolor.
En esas condiciones es imposible que exista la soberanía. Es más: la soberanía es considerada como una amenaza para el despotismo depredador, y por lo tanto tiene que ser erradicada como una cuestión de vida o muerte, tal y como aconteció en Venezuela. No es apropiado, por tanto, hablar de soberanía pisoteada. Hacerlo supondría que al menos quedan unas hilachas de soberanía. Y no es así.
Un cambio efectivo no puede comenzar por programas económicos, o por proyectos constitucionales, o por todas las innovaciones habidas y por haber en el dominio de las políticas públicas. Todo eso es tan necesario como secundario. Lo primero es lo primero: que Venezuela sea, nuevamente, una nación soberana. (Fernando Luis Egaña) /