Opinión

Que buen cumpleaños, maestro

27 de octubre de 2019

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Gustavo Villamizar Durán

Este lunes será un buen día de celebración continental. El Maestro de América, Simón Rodríguez,   arriba a sus 250 años, la friolera de un cuarto de milenio y qué detalle, tan vivo como en su tiempo. El 28 de octubre de 1769 vino al mundo un niño expósito avistado con las primeras luces del 29, envuelto en mantas  a las puertas de una iglesia caraqueña. Después se supo, por los rumores del vecindario y más tarde por las indagaciones de historiadores de renombre como Arístides Rojas y Ramón de La Plaza,   que su padre, Alejandro Carreño, era el clérigo que administraba esa casa de Dios y su madre, Rosalía Rodríguez. Se le dio por nombre el de Simón Narciso, el cual según la tradición, correspondía al santo de la fecha, Simón del día 28 y Narciso el 29.

Simón Rodríguez fue desde chico un ser de esos en los que vibra la inteligencia, la lucidez, la avidez por el saber, que lo convirtieron en temprana referencia de conocimiento, lúcido, discordante y crítico. De tal suerte  que a los 21 años fue designado maestro de la Escuela de Primeras Letras de Caracas, en la que en 1795 recibió  como alumno y también como residente bajo su custodia en su vivienda, a Simón Bolívar, que contaba entonces 12 años.

Fervoroso militante de la libertad y la independencia. Asumió con entusiasmo los principios de la Revolución Francesa y estudió con pasión a los pensadores de la ilustración, principales apoyos del importante acontecimiento. Después de su ida del país en 1797, para no volver jamás, deambuló por varios países, EEUU y Europa, aprendiendo idiomas, laborando como educador y también, en laboratorios científicos, durante 26 años. En ese periplo creó amistad con importantes intelectuales del momento, sobre todo de Francia como Henri de Saint Simon  y Charles Fourier, alentadores del surgimiento de la sociología y el socialismo utópico. En un interín entre 1803 y 1805, se consiguió en Paris con Bolívar, quien había enviudado poco antes. El encuentro resultó magnífico para el discípulo que así lograba salir de su depresión y para el maestro, que volcó sobre él sus visiones y puso en sus manos la más actualizada bibliografía para contribuir a su formación, que lo llevó al juramento del Monte Sacro en Roma en agosto de 1805.

El “Sócrates caraqueño”, como lo llamó el Libertador,  volvió a América por Bogotá en 1823 y de inmediato activó su primera experiencia educativa: la Casa de Industria Pública. Pronto falló el intento porque sus principios pedagógicos de la educación pública para todos, el modelo de educación-trabajo, la enseñanza de las ciencias y sobre todo la incorporación de niños pobres, indígenas y mestizos, resultaron de escándalo inaceptable para la iglesia y la remilgosa aristocracia  de la recién independizada capital del virreinato. Lo mismo pasó en Chuquisaca – hoy Sucre, en Bolivia-  donde llegó con el Libertador y con su pleno apoyo, nombrado secretario de educación del Mariscal Sucre, presidente de la recién creada nación. Anduvo por el continente llevando su propuesta educativa y su sabiduría, la cual resultaba en demasía avanzada para naciones en construcción que se negaban a abandonar los prejuicios coloniales. Hasta su última experiencia en Túquerres en la provincia de Pasto en Colombia, donde estableció una escuela normal junto a una escuela de aplicación paralela, ya contando 80 años, intento que también se cerró por falta de recursos. De allí, partió hacia Guayaquil para embarcarse en una balsa a buscar el pueblito de  Amotape en la costa peruana, donde  terminó una vida de lucha, sueños y utopías, de sabiduría y generosidad, de principios irrenunciables, de dignidad a prueba hasta en las tribulaciones y la miseria.

En su cumpleaños 250, los pueblos en los que sembró su sabiduría junto a la dignidad y los grandes sueños de su discípulo, están despertando, avanzando con fuerza en la marcha de la emancipación, “aprendiendo a raciocinar” como siempre quiso el Maestro, para obtener la libertad en justicia, descolonizarse y alcanzar el brazo poderoso del Padre Libertador, que delira de gozo en el imponente Chimborazo.

 

 

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