Opinión
Realismo en tiempos de vértigo
lunes 22 septiembre, 2025
Antonio Sánchez Alarcón
En la Venezuela de hoy, la política se vive como un parque de diversiones descompuesto: Cada día es una montaña rusa emocional donde los titulares, las declaraciones, las conspiraciones y las encuestas nos empujan del eufórico optimismo al pesimismo paralizante sin escala intermedia. La sensación de vértigo es permanente. A ratos, un tweet basta para anunciar la inminente caída del régimen. Al siguiente día, otro post alerta sobre el apocalipsis democrático. Todo parece depender de quien narre la historia.
Este vaivén no es casual. Cada bando en pugna necesita movilizar emociones: Esperanza para alentar o miedo para contener. La verdad importa menos que el efecto. Y así, los venezolanos terminamos atrapados en una espiral de interpretaciones que poco tienen que ver con la realidad concreta que padecemos o construimos.
No se trata de negar que existan razones válidas para el optimismo —las hay— o para el pesimismo —también abundan—. El problema es confundir esas disposiciones emocionales con el análisis riguroso de los hechos. El optimista ve oportunidades donde otros ven ruinas. El pesimista sólo advierte ruinas, incluso cuando hay señales de vida. Pero ambos, si se dejan arrastrar por sus sesgos, terminan distorsionando la realidad.
Un enfoque más útil, sobre todo en contextos de crisis prolongada como el venezolano, es el realismo. No el cinismo ni la resignación, sino la actitud madura de asumir la realidad tal como se presenta, con sus contradicciones, sus claroscuros, sus fenómenos y sus consecuencias. Realismo no es indiferencia ni neutralidad, es responsabilidad. Es evaluar con serenidad lo que está ocurriendo y prever, con la mayor lucidez posible, lo que podría ocurrir.
Esto implica no subirse al vagón de la propaganda ni dejarse arrastrar por la ansiedad colectiva. Exige también humildad: aceptar que la realidad es más compleja que nuestras expectativas. Venezuela no será salvada por una frase ingeniosa ni condenada por un dato inquietante. Lo que está en juego es más profundo: se trata de recomponer una sociedad fracturada, reconstituir un Estado devastado, reconstruir confianzas rotas. Y eso requiere tiempo, constancia, instituciones, no estados de ánimo.
Cuando uno se deja llevar por la retórica del optimismo o del pesimismo, pierde el contacto con el suelo. Es como si viviéramos suspendidos en un relato, sin posibilidad de tocar la tierra. Pero mientras sigamos montados en esa montaña rusa —emocional, mediática, política—, será imposible tener los pies en la realidad, y sin realidad no hay cambio posible.
El realismo, entonces, no es una renuncia al futuro ni una traición a la esperanza. Es el punto de partida indispensable para cualquier transformación seria. Es decir: Mirar con claridad, actuar con responsabilidad y decidir con autonomía.
La madurez de un pueblo no se mide por su entusiasmo ni por su escepticismo, sino por su capacidad de comprender los límites y las posibilidades de su tiempo.