El otro día, por casualidad, escuché una intervención del señor Maduro, en la cual hizo una mención relativamente descarnada sobre la realidad económica y social del país antes del primer anuncio sobre su supuesto programa de recuperación, crecimiento y prosperidad… Mencionó que el valor del salario mínimo era de un dólar al mes, y que con ello la gente apenas podía adquirir un solo producto. De seguidas se sumergió en la charca de la propaganda roja al manifestar que el pueblo venezolano había demostrado una gran resistencia ante los embates de la guerra económica… Y finalmente prometió que todo ese horror quedaría atrás, gracias al milagro de su, repito, supuesto programa de recuperación, crecimiento y prosperidad…
La cachaza no tiene límites. Ya cuando el predecesor parecía ilimitada, pero el sucesor lo ha superado. Bastaría esta cifra para demostrarlo. Cuando el predecesor empezó su primer gobierno, en febrero de 1999, la tasa de cambio se ubicaba en 570 bolívares por dólar (a cambio libre, sin dólar paralelo, y con un salario mínimo real de 175 dólares), en la actualidad, siguiendo esa numeración cambiaria, la tasa de cambio se ubica en 1.200.000.000 bolívares por dólar: lea bien: mil doscientos millones de bolívares por un dólar. ¿Qué significa eso? Pues que la economía venezolana o, para decirlo con más amplitud, la nación venezolana ha sido destruida en el siglo XXI. La moneda lo refleja de una manera inescapable.
Esa tragedia tiene un agravante inexcusable: ocurrió y ocurre en medio de la bonanza petrolera más prolongada y caudalosa de la historia. Y esa tragedia no tiene que ver con el Pacto de Puntofijo, ni con la dictadura del General Gómez ni con el nacionalismo del General Páez. No. Es una hechura esencial de la hegemonía despótica y depredadora que Fidel Castro y el predecesor –en ese orden– fueron montando, paso a paso, desde los inicios de la centuria, con el aplauso emocionado –debe recordarse, de muchísima gente, incluyendo a buena parte de la «intelligentsia», de los ricachones, y de diversos sectores sociales y profesionales que se dejaron cautivar o embaucar por una mezcla de demagogia delirante y de chequeras dadivosas.
Tan o más dañoso que todo lo anterior, es que los voceros del poder establecido, comenzando por Maduro, no consideran que tienen ni un ápice de responsabilidad en la catástrofe que han provocado. Todo es culpa de los otros, de los adversarios, sean internos o foráneos; de la fulana «guerra económica», de los sabotajes, de los intentos de «magnicidio», de los paramilitares colombianos, de la oposición apátrida, de la oligarquía lacaya, del malévolo imperio, o hasta de Darth Vader… Sea quien sea o lo que sea, con tal de echar la carga fuera de los núcleos o los carteles que manejan la hegemonía. Por eso Maduro denuncia que el salario mínimo se hundió a un dólar mensual, como si eso fuera una realidad sin ninguna conexión con él y con la hegemonía envilecida que representa.
Esas denuncias, esos vituperios, esos insultos, son como si estuviera regañando al espejo. Porque Maduro y los suyos –incluyendo al predecesor en su larga época, han transmutado a Venezuela en una nación destrozada, arruinada y agobiada. Y lo seguirán haciendo, mientras continúen donde están. No saben hacer otra cosa. No pueden hacer otra cosa. No quieren hacer otra cosa. (Fernando Luis Egaña/[email protected])