Carlos Orozco Carrero
Muchos los aplaudimos. Muchos lo rechazamos. Murió un grande de la historia deportiva mundial. Se marchó el Diego. Descansa en paz, Maradona.
Me pongo a escuchar el precioso vals trujillano “Carache” de Víctor Durán y necesito estar en alguna esquina de ese pueblo hermoso en disposición de ofrecer unas serenatas a las lindas muchachas de la comarca. Estetema musical dedicado por el catire nos ofrece una detallada ofrenda al terruño que lo vio nacer y desarrollar su arte musical para honor a sus paisanos caracheros.
Ahí dejó la marca de sus patas, Carreto. Efectivamente, señores. Se veía un rasponazo sobre el musgo que crece en las aceras de Queniquea debido a la gran cantidad de agua que les cae todo el año. También se notaban unos pedazos de piel y sangre sobre el borde delencementado. -Es verdad que se escuchan unos chirridos de puerco agonizante y alaridos de mujer despavorida, asegura el viejo López. -Lo que pasa es que nadie sale a averiguar el motivo de esos sonidos sin tener un cuchillo crucero y un litro de agua bendita para hacer frente a cualquier animal, sea de este mundo o de otro, caballero. Tal vez con media botella de ron entre pecho y espalda alguien agarre valor y le salga a preguntar – ¿De parte de Dios qué quieres?
La solidaridad del tachirense en estos momentos de angustia, provocados por lo recio de estas lluvias traicioneras, nos llama a la reflexión sobre el amor de los andinos hacia sus semejantes. Muchos grupos e individualidades se suman al apoyo permanente a nuestros hermanos en desgracia. Qué orgullo ser de esta tierra, paisanos.
La culpa la tienen Miguel y Alcibiades por estar escarbando a la orilla del rio Negro, en Pregonero. Ellos sacan el granzón en la parte que da a la carretera y dejan esos hueconones que nadie ve. Recuerdo el día que fuimos a visitar al ermitaño para comprarle unas piedras que vendía en su cueva de habitación. A Alfonsito se le ocurrió encaramarse a Magnolia Méndez sobre sus hombros para meterse a lo bajito del rio. El agua le llegaba debajo de la cintura. De repente, se hundió en las profundidades. Le dio tiempo a gritar: -¡Chirilo, Chirilo! Menos mal que César tenía fuerza y logró sacarlos de allí. Esa tarde el sancocho tenía un sabor extraño a granzón.