Carlos Orozco Carrero
El viejo vecino le preguntó al muchacho, quien lo saludó con mucho respeto: -¿Cómo estuvo la parranda, amigo? El tufo que despedía aquel joven denunciaba una noche de pernicia en ese botiquín tan especial mentado La Cabaña, ubicado en la calle 4, arribita del cine Gandica, en La Grita. Y era fabuloso pasar un rato en el local de arraigo para todos los parroquianos. Una surtida rocola, mesas para la juega de dominó, ludo, vigía y ajiley, y la conversa sobre lo que quisiera usted poner en el ambiente fraterno que se aliñaba en despacho legal de licores y vinos por copas. – ¿Usted no toma, señor? El hombre mayor confesó que había consumido licor durante más de cincuenta años. -Lo dejé hace mucho, joven. -Una noche me movieron la cama con fuerza. -Yo vivo solo y me incorporé asustado por la sacudida- Al lado de mi cama, un enorme venado me miraba y soltaba humo por la boca. Lo demás, es asunto de Dios, Todopoderoso, amigo.
La suerte estaba echada. Cada uno había conquistado dos continentes de los que se clasificaron siglos atrás. Quedaba el que se llamó América por disputar en un duelo a muerte. Una descomunal lucha se libraba en la dimensión perruna. Sí, al pasar los tiempos, el planeta había caído en poder de los caninos, quienes habían recibido la influencia de los lobos sobrevivientes al deshielo glacial y pululaban por las tierras bajas del mundo. Nunca pensaron los humanos que en sus propios hogares se fraguaba la conspiración de dominación planetaria por parte del “mejor amigo del hombre”. Nadie imaginó que los perros desarrollaran una inteligencia superior y, ya vimos, se adueñaron de todos los espacios terrenales. Las dentelladas habían pasado a ser un reflejo primario de sus antepasados. Ahora encumbraron su inteligencia y poder para dejar en una reserva humana a los que podían describir sus hazañas para la posteridad. Al principio, fue la oralitura por parte de los pocos que sobrevivieron al ataque invisible. En estos tiempos, se ha logrado desarrollar algunos grafismos para dar significado a esta historia tan insólita y dejarla plasmada para los sobrevivientes en un futuro nada prometedor para la raza humana. El escenario de la batalla final se estableció en las mesetas del norte mexicano. La mitad de los perros conformaban las huestes del gran Hades, nombre que había tomado el gigantesco can del Oeste. Hefesto representaba el poder de los dueños de los territorios orientales y mostraba sus enormes dientes para amedrentar a su contrincante. Cada uno había escogido su arma preferida para el combate final. Hades tenía en sus garras un resplandeciente cuchillo, el cual casi enceguecía a su enemigo. Una pistola había preferido Hefesto para defender su propia vida ante el poderoso venido de territorios donde se oculta el sol. Millones de ladridos aupaban a sus líderes. En un instante, el silencio arropó las amarillas praderas del lugar. Hefesto, dando muestras de su velocidad para manejar la pistola, logró herir de un balazo en la pata delantera a Hades, quien cayó dando aullidos de inmenso dolor. Las carcajadas de su enemigo se podían escuchar hasta en tierras del lejano Tíbet. – Qué vas a hacer con ese cuchillo inservible, preguntó, triunfador, el perro oriental. Hades atinó a decirle: -Mueve la cabeza, cadáver. La velocidad con la que el herido había sacado su puñal fue tal que nadie se dio cuenta del tajo limpio que le hizo a su enemigo en la raíz del cuello. Por eso, al menor movimiento del perro pistolero, su cabeza se desprendió y cayó rodando hasta las patas del monarca total. Hades es, hoy día, el gran dueño del planeta…