Carlos Orozco Carrero
Este toletico de las Repelencias se lo dedico a mis amigos Luis Hernández Contreras, Orlando Moret y a Jesús David Medina, El atril ambulante, me decía el maestro Orduz, director de la Banda Bolívar de Pregonero. Un millón de emociones se juntaban en mi corazoncito cuando los integrantes de esa maravillosa agrupación musical empezaban a acomodarse para empezar otro paseo de calle. Algunos muchachos de la época nos arrimábamos a los músicos para esperar a que nos escogieran para llevar pegados a los cuellos de la camisita la partitura de algún pasodoble que combinara con el ritmo del paso por esas calles de Dios. Teofilito Ramírez Méndez agarraba un ganchito de sostener ropa en una cuerda y allí quedaba asegurada la partitura que evitaría alguna equivocación en su interpretación con el clarinete. Arrancaba la banda y casi todos los músicos llevaban su atril ambulante. Ramón Contreras “toquito” y Delfín García no lo necesitaban con el bombo y el redoblante, respectivamente. Por la calle de San Antonio se subía y pasábamos por frente de la casa donde estaba mi mamá esperando el paso de su orgulloso hijo, quien marcaba el paso al músico con sus maltratadas alpargatas casi sin capellada ni talonera debido a los pisotones de los zapatangos que ignoraba la cercanía de su atril andante. ¡Qué hermoso!
-Sumo, resto, multiplico y divido y no me da, decía el gordo Sósimo en días pasados. -¿Cuáles son esas cuentas, compadre ? –El pago del teléfono llegó por más de 500 y la pensión está en 130, cariño.
Las huellas del dinosaurio en Uribante se notan precisas en aquel lugar montañoso. Dicen que son unas marcas profundas en piedras graníticas y semejan las huellas de un gallo pesado cuando camina por suelos llenos de barro. Allá están, en las profundidades de la serranía llena de abundante vegetación todavía. El que quiera comprobarlo, puede buscar ayuda en La Fundación para que un experimentado guía lo conduzca hasta el sitio en cuestión y no me sigan diciendo mentiroso.
Ahí va un maestro en busca de alimento para su familia. Se nota su angustia para rendir la quincena que cobra, cambia a pesos y gasta rápidamente. – Vamos todos, colegas. Poco a poco, profes.
Se estrelló contra el tocón que había quedado del corte que hicieron al árbol que estaba a la orilla del rio. Poco me gusta ir a pescar por las condiciones que hay que respetar en esa actividad tan calmada. Mucho silencio para no espantar a las víctimas que están cerca. Había que evitar que la camioneta que venía detrás nos sobrepasara en aquella carretera llena de tierra veranera. Con el apuro, el viejo Arbonio fue a tostar frente al rio y lo paró en seco lo que quedaba del árbol. Reventó el carter y el aceite cayó en la arena seca. Ya en la tardecita, cavas repletas de gordos peces entraron al viejo jeep, propiedad del pesero del pueblo. Una lucecita indicaba la falta de lubricante en el motor. –No tiene aceite, Arbonio, gritó el compadre Alma Grande. No muy lejos del sitio se divisaba una humilde casita. Hasta allá fuimos en busca de un pringue de aceite. Nada, señores. El hombre componía un marrano y aceptó cambiarnos el tocino gordo del puerco por unos kilos de pescado. Le quitamos la tapa al motor del viejo jeep y el flaco Elpidio pidió darle arranque, mientras empujaba toletes de tocino por el hueco con la esperanza de experimentar esa lubricación natural. Poco a poco agarró fuerza el motor y la lucecita se apagó. Todos nos encaramamos y arrancamos para el pueblo. Cuando llegamos el carro inundaba de humo cada calle por donde pasábamos. Más de 347 perros nos seguían por todo el pueblo y el olor a carne de puerco asada duró en el ambiente más de quince días, cariños. Si ustedes no me creen, qué se abra la tierra y nos trague a todos.