Opinión

Repelencias 499

9 de marzo de 2024

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Carlos Orozco Carrero

Entre la desembocadura de la quebrada Blanca sobre la quebrada Colorada al pie de La Pamplonesa, más arribita de Pregonero, se encontraron los muchachos con un enorme filo redondeado metálico semienterrado. Tal vez la fuerza suave de las corrientes de agua mansa de las quebradas fue sacando greda de sus cauces naturales y destaparon aquella suerte de plato brillante. Empezaron a escarbar con esmero para tratar de ver de qué se trataba el asombroso objeto marcado en su superficie con figuritas en alto relieve. Fueron hundiendo sus manos en el barro suelto y rojizo, mientras el diámetro del plato se hacía más grande. Cuando sus cuerpos estaban casi sobre el objeto empezaron a sentir unas vibraciones extrañas que les hacían sentir sensaciones bonitas, reflejadas en una risa fresca que denotaba mucha felicidad. Sólo el zumbido de una corriente de aire caliente los trajo a la realidad. Sobre una piedra cercana vieron al ser gigante plateado que les saludaba mientras el objeto metálico cobraba vida y salía de su profunda cueva donde había permanecido por quién sabe cuántos años. Entre pomarrosos y eucaliptos se deslizaron para perderse de la vista de los tres muchachos, quienes juraron no contar nada de lo vivido aquella tarde hasta que estuvieran viejitos. En días pasados me encontré con uno de ellos y me rogó que le escuchara algo importante que le había sucedido en las quebradas Blanca y Colorada de mi pueblo sorprendente.         

-Deje la mala vida y ahorre para un futuro, Leocadio. Eran los consejos que escuchaba de sus amigos. -Usted es un hombre sin familia y cuando llegue a viejo y enfermo no va a tener quién le ofrezca un vaso de agua siquiera. -Guarde alguito para el futuro, amigo. Eso me lo comento en días pasados el viejo Leocadio. –Yo les hice caso, carretico. -Dejé tanta parranda y guardé lo suficiente para estos casos. –Claro, me asusté ante lo evidente en la vida de los seres humanos. –Te felicito, viejo. Buena decisión esa. –Pues, déjame decirte, apreciado amigo. –Llegué a viejo con buena plata y demás recursos que dan el ahorro y la prudencia en los gastos. –Ahora tengo quien me ofrezca un vaso de agua con cariño. –Qué bien, le dije. –No joda, Carreto. –¡Ahora no me da sed!  

Las alpargaticas las había heredado de su hermano mayor, quienes a su vez las recibieron de sus otros hermanitos cuando les creció el pie.  Ya la planta de la cotiza de caucho estaba buscando aire a través de un pequeño orificio y dejaba huellas en el talón del muchacho menor de la familia Montoya, en el páramo de San Agustín, vía Guaraque. La capellada estaba algo descolorida y la talonera había sentido el rigor de la fuerza del Nono cuando hizo el nudo para que le quedara bien agarrado al pie de Ricardito, nieto menor. Don Isaías Duarte había hecho un buen trabajo con un caucho viejo que encontró en la bomba de Ismael Vargas. –Estas son para toda la vida, le comentó el artesano al campesino que se las encargó el domingo hacía 15 días. Ricardo fue creciendo y las alpargatas están colgando en un clavo de la pesebrera, esperando por algún heredero de turno que se las calce y dar vida a sus primeros estrenos domingueros.     

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