Walter Márquez: “La repatriación no exime de responsabilidades penales a Nayib Bukele”
19 de julio de 2025
Carlos Orozco Carrero
Yo he conocido animales pendejos en esta vida, pero como el zancudo ninguno. Este insecto antipático puede danzar sobre nuestros oídos una noche entera e interpretar un concierto para violín sin orquesta y seguir fastidiando hasta que se cansa y uno logra trompicarlo y dejarlo fuera de combate en la madrugada. Y, ¿qué es lo que vemos sobre el colchón, la pared o una cortina escurrida? -Sangre, señores. Sangre. Esto significa que el zancudo es sumamente glotón y goloso. Puede estar reventándose de sangre recién succionada y continúa en su afán de chupar y chuparlo a uno hasta que se revienta. Todo eso es comprensible debido a su naturaleza tragona. Lo insoportable es el concierto con ese violín desafinado y repetitivo como los mosaicos del que sabemos.
Primero fue el verbo, señores. Conversas en la puerta de mi casita entre Teofilito Ramírez, Gonzalo Guirigay y Miguel Duarte en plena oralitura para, después de “arreglar” la cocina, dejar el camino acomodadito y traer a Juan Rulfo, Mariano Azuela, Monterroso, Rómulo Gallegos y Gabriel García Márquez para libar un calentaito y dejarles unas silletas de cuero en invitación a contarnos tantas imbomberas que todavía recordamos en pequeños chispazos la importancia de escribir sobre las cosas más sencillas, diría el gran Aquiles. Desde que Juan Camejo quemó y taló el bosque porque en todos los conucos se hacía lo mismo, encontramos al fulano Pedro Páramo huyéndole a sus hijos y buscando entre los muertos su propia sepultura. El dinosaurio que se encontró con Augusto y los rebullones de Don Rómulo, junto a las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, amalgamados en la intención superior de Mariano Azuela, cuando un tendero huasteco le recomendó escribir enrevesado para que lo creyeran erudito, confluyen para intentar contar a los amigos del pueblo esas cosas que van subiendo y bajando por el camino Real de la comarca rural antes que las llantas los destrocen por completo. En eso se lo viven esos charlones, dice la flaca Priscila, rabiosa porque no entiende nada. En cada esquina una historia.
El alfondoque de Las Mesas de Seboruco tenía un sabor exquisito y particular. Mucha gente estacionaba a la orilla de la carretera y se quedaba observando todo el ritual que la señora repetía y repetía hasta lograr que la miel de panela recién sacada de la primera cocha palideciera entre los movimientos de las manos sabias de la catira bonita y agregar los aliños de hinojo. anís y jengibre hasta embojotarlos en las hojas oscuras de la caña de azúcar cultivada en sus propios barbechos. De repente, todos apurábamos el paso a buscar el dinero para comprar los alfondoques y salir esmachetados rumbo a La Fría. Había salido el esposo de la artesana a cobrar y así desocupar un poco la vía. El caballero era un moreno musculoso de pocas sonrisas.
De las cosas que a uno lo asombraron desde que vimos por primera vez una carretera asfaltada larga, larga, inmensa y llena de agua eran los mareos por estar con la mirada fija sobre el asfalto para observar la magia del sol en nuestras mentes inocentes. Seguramente a ustedes les pasó también. La carretera se veía mojada, mientras el sol casi reventaba los vidrios del vehículo. Nuestra inocencia pensaba que cuando el carro llegara al sitio donde se estaba el agua empozada, posiblemente se daría bote por la velocidad del carro. Pero, nada de nada, cariños. El carro seguía corriendo y al ver la parte de la carretera recorrida atrás, ya se había secado. –¡Ah muchacho pa´toche!- decía Frank Mota.
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