Antonio José Gómez Gáfaro
Recuerdo que, de pequeño, me dijeron que en China las parejas podían tener un solo hijo: entonces no comprendía mucho aquello, ni todo lo que implicaba. Resulta que es una medida impuesta por el gobierno socialista para “controlar” la superpoblación china; muchas veces se queda solo en este punto y no se ve más allá. Hay verdaderos horrores detrás de esta política de Estado.
Tantos años después de aquel triste 1979, año en que se aplicó la medida, el Gobierno chino entendió que había sido un verdadero error; en 2015 ampliaron la posibilidad a tener dos hijos; recientemente, a tres hijos. Ante esta preocupación de China por su control de natalidad, es justo hacer una pequeña reflexión.
La política surgió como medida de control demográfico ante los inconvenientes que podría presentar al plan económico de gobierno. No es cosa de la superpoblación -que no justifica una medida de esta calaña-, sino de una ideología; es cosa de concebir al hombre como alguien al que hay que “llenarle la barriga”, y nada más.
La situación en China se puede resumir en lo siguiente: es una población envejecida, no hay tantos niños como tenían previsto, las mujeres en edad fértil dan a luz a 1.3 hijos cada una -un número muy inferior al 2.1 necesario para mantener estable la población-; además, en los próximos 10 años, la población de mujeres entre 22 y 35 años se reducirá en más de 30 por ciento. Otro problema que trajo consigo esta nefasta política es que hay 118.39 hombres por cada 100 mujeres, es decir: casi 34 millones de hombres no podrán tener pareja y fundar un hogar; y sin contar que un porcentaje de la población fértil no quiere concebir, producto de que son una generación egoísta -porque se les privó de la familia numerosa, que es escuela de virtudes-. Y los tan anhelados deseos de bienestar económico se vendrán abajo también: cada vez hay menos ingresos y más gastos.
No faltan los testimonios que relatan secuestros forzosos a mujeres embarazadas, que terminaban en abortos si no cumplían la medida; no faltan las historias de hombres que eran obligados a ver la esterilización forzosa de sus esposas. No falta el recuerdo de aquel bebé, aparentemente muerto, que lloró momentos antes de ser arrojado a la incineradora. Está vivo el recuerdo de aquellos bebés no nacidos y nacidos, muchos de ellos con las cintas de hospital aún en sus tobillos, flotando, muertos, en el río. No es cosa de superpoblación ni de economía: la anticoncepción nunca es una solución, y aquí están los funestos errores manchados de la sangre de tantos. Son ideologías que tienen al hombre en menos que nada.
La anticoncepción no es una solución a los problemas mundiales: basta ver tantos ejemplos de países que van envejeciendo sin generación de relevo. Hoy en día, las alas de la vida son cortadas en el matrimonio: no es tener hijos a diestra y siniestra, es ser generosos y recibir con responsabilidad los hijos que Dios quiera enviar. La solución no es la anticoncepción. No es utilizar métodos artificiales que lesionan el amor conyugal y hasta lo pervierten. No es rebajar el amor a un mero placer. La anticoncepción ha traído, sin duda, degradación en el amor y la fidelidad. Si no se educa en la fidelidad, no hay que quejarse de que después no haya fidelidad. Parece que hay mucho temor a hablar de matrimonio entre los jóvenes… temo que suponga no querer comprometerse; no querer tener un reproche moral para actuar en falsa “libertad”.
No solo es el caso de China porque, poco a poco, el mal se va extendiendo a todo el mundo. Mientras más se aleja la humanidad de Dios, más nos alejamos de nosotros mismos. Se colocó el café a 40, expresión utilizada hace un tiempo en Venezuela para manifestar preocupación ante la situación social. Con este panorama tan nocivo para la familia, repito, se colocó el café a 40.
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