Opinión

Tabula rasa VII (última parte)

12 de junio de 2019

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Cualquier  testigo de aquel  brutal ataque, sin entrar en consideraciones morales  o juzgarlo  merecido o no, hubiese quedado aterrorizado al observar ese fenómeno llamado “Jauría humana. Efectivamente, tal si fuese miembros de una manada de animales en defensa de su territorio, alimentos o hembras, los hombres castigaron al esbirro de la Seguridad Nacional con saña sobrehumana. Era fácil imaginarlos emitiendo  gruñidos roncos, mostrando los dientes y actuando con instinto depredador semejante a una manada de lobos en pos de su presa.  No  obstante, los protagonistas estimulados por una carga extra de adrenalina, no tenían la mínima idea de quién era el ser humano que tenía como compañero incidental. Es notable que en muy esporádicos casos se viera mujeres formando parte de  aquellas manadas humanas; casi en su totalidad eran hombres adultos embravecidos por el odio. Cuando terminaron la paliza,  creyendo que Pedro Duran estaba muerto, los ojos de mirada febril  se fijaron en el siguiente objetivo, y lo abandonaron para perseguir a un esbirro que acababa de ser avistado a tres cuadras de allí.

A lo largo y ancho de este maravilloso territorio llamado Venezuela se repitieron escenas como las que acabamos de narrar. Muchos implicados en la actividad de la Seguridad Nacional prefirieron quitarse la vida antes de enfrentar a la turba deseosa de venganza.

La historia, tanto académica como popular, está plagada de relatos que evidencian el hecho; aunque la primera trata de obviar el ensañamiento despertado en el alma del pueblo contra el dictador, su familia y la institución que lo mantuvo en el poder por casi ocho años, la historia popular marca los detalles de lo ocurrido. Algunas se han convertido en leyendas escalofriantes orladas de un tinte satánico que escapa de la realidad, pero otras corresponden a vivencias absolutamente reales. Por ejemplo, en la sede de la Seguridad Nacional de Maturín, el director de la misma acabó con su vida disparándose  en la sien con el arma de reglamento, prefiriendo el suicidio a caer en manos de  la turba que había logrado  derrumbar las rejas de la entrada principal. Su cuerpo quedó tendido en la bañera de su lujosa oficina. Varios  funcionarios se lanzaron desde las ventanas del edificio hasta el solar de una casa vecina; pocos lograron escapar por el área social hacia las calles aledañas, varios quedaron en el suelo con las piernas rotas y algunos murieron en el intento. En la sede de Maracaibo, el ejército intentó salvaguardar la vida de varios funcionarios sacándolos del recinto envueltos en colchonetas. Evidentemente preferirán caer en manos de la justicia que en las de la turba enajenada. Lamentablemente, alguien vio un par de zapatos sobresaliendo del extremo enrolladlo de la colchoneta, dio la voz de aviso e inmediatamente decenas de hombre enfurecidos la emprendieron contra  los prófugos, antes que las armas de los soldados los hicieran desistir.

Durante varias generaciones el odio hacia los funcionarios de la Seguridad Nacional perduró. Con el paso de los años la imagen empezó a convertirse en fábula y en la actualidad los jóvenes escasamente han oído hablar de esa institución. Sin embargo, para la generación de adultos que aun mantiene dolorosos recuerdos, su memoria los delata cuando pronuncian la frase: “Ese tipo trabajó en la Seguridad Nacional.”

Pedro Durán, atravesando vicisitudes fáciles de imaginar, llegó catorce días después a su pueblo, pero encontró su casa cerrada a cal y canto. Sus familiares habían decidido escapar ante las insistentes amenazas veladas y directas. Soportaron hasta el día cuando una hermana de Pedro fue atacada con piedras por un grupo de parroquianos a la salida del mercado municipal.

Cuando por fin vio la empinada calle principal, el fugitivo se dirigió a la plaza Bolívar y, en el colmo del cansancio físico y la derrota moral, se quedó dormido sobre las lozas. Allí permaneció cuatro días comiendo mendrugos, cubriéndose con trapos, y esperando salir de tan penosa situación. No levantaba la cara, su voz nunca fue escuchada y agredía a cualquiera que se le acercase. La cuarta noche un hombre le habló.

—Don Pedro, en la madrugada lo vienen a buscar— dijo alejándose y mirando inquieto a todos lados.

Efectivamente, en la madrugada fue trasladado a la casa familiar, dotado de ropa, productos de higiene, alimentos y medicinas. Le advirtieron que no se asomase por las ventanas y mucho menos saliese de la casa, prometiéndole ayudarlo a escapar a Colombia, cuando las cosas se calmasen un poco. Al salir aseguraron la puerta principal con la misma cadena que colocara la familia en su apresurado escape.

Durante varios días permaneció en la casa recuperándose. Una mañana  despertó con los golpes de un martillo y un cincel que  intentaban romper la cadena; entonces, escapó semidesnudo hacia la casa vecina, trepando por la pared de bahareque reblandecida por la lluvia de la noche anterior. Lo demás es historia,

Cuando cualquiera preguntaba a doña Adela porqué arriesgó su vida y la de su familia escondiendo a un asesino sanguinario en su casa, contestaba con una sonrisa de satisfacción.

—Hijo, la principal enseñanza de nuestro señor Jesucristo es la práctica del perdón para con nuestros semejantes. Todo ser humano merece ser juzgado y castigado por sus errores, pero nadie merece ser tratado como un perro sarnoso…ni siquiera un perro sarnoso.

Esa extraordinaria Tabula Rasa llamada compasión, comportamiento exclusivo de los seres humanos, puso al mismo nivel a un esbirro de la Seguridad Nacional y a la madre de dos de sus víctimas.

(   Liliam Caraballo)

 

 

                                                 

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