Opinión

Tierra tachirense: La belleza que resiste la sombra

30 de junio de 2025

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Antonio Sánchez Alarcón

Hay canciones que no solo se cantan: Se recuerdan como si uno mismo las hubiese vivido. “Tierra Tachirense”, del maestro Chucho Corrales, no es simplemente un bambuco, es una elegía contenida, una geografía emocional y, sobre todo, una promesa tácita de que lo bello, aunque lo asfixie la oscuridad, no muere del todo. Queda en pausa, como un jardín en invierno.

Hoy que la bruma no es solo del páramo sino también de los espíritus; hoy que los cafetales parecen mudos y las campanas de La Ermita suenan como si llamaran al exilio más que a la misa, vale la pena volver a esa letra y leerla como quien palpa un relicario. No como una nostalgia fácil, sino como un ejercicio de esperanza activa.

Porque “Tierra Tachirense” no solo describe un territorio: lo invoca. Habla de una tierra donde el verde no era retórica, sino partitura: “Tus sinfonías de verdor”, dice Corrales con precisión casi sinestésica ¿Quién se atrevería a escribir así hoy? ¿Quién se atrevería a llamar “hechizo” al paisaje? Esa sensibilidad que se pronuncia “puesto de hinojos” frente a la belleza no es sentimentalismo, es una ética. Una resistencia estética frente al deterioro.

En medio del lodo que a veces cubre lo político –ese pantano denso donde se confunde la noche con la mentira–, la canción de Corrales se ofrece como refugio y, quizás, como profecía. No se puede amputar la raíz de un pueblo sin que brote, tarde o temprano, una flor inesperada. Por eso, aunque los nombres de Capacho, Borotá, La Grita, Michelena o Rubio hoy resuenen en una topografía de abandono, el alma que los nombró sigue intacta en la canción. “Tierra de mis sueños y mis ilusiones”, dice. No “tierra del pasado”, ni “tierra perdida”. Tierra de mis sueños. El futuro aún es posible.

Hay, por supuesto, una tristeza adherida a cada estrofa. No es tristeza de museo, sino de vigilia. La del que ama y ve marchitarse lo amado. Pero también hay una afirmación: “cuando yo muera me quedaré”. Quedarse no como un acto físico, sino como voluntad. Como quien no quiere que le arrebaten la pertenencia ni aun en la muerte.

Y eso, precisamente, es lo que hace falta hoy: Recuperar el derecho a quedarse. No con las armas del resentimiento ni con la torpe nostalgia del “todo tiempo pasado fue mejor”. Quedarse como un acto estético, como quien cultiva un cafetal aunque sepa que no le compran el grano. Como quien pinta una fachada aunque le apaguen la ciudad.

“Tierra Tachirense”, entonces, es más que canción: es argumento. Contra el olvido, contra la sordera institucional, contra la cultura de la fealdad y del silencio. Es la prueba viva de que todavía hay una memoria sensible donde anidan los pueblos, no como cartografía, sino como promesa.

El Táchira –como la canción– también está ahí, a la espera de que vuelva la música. Aunque hoy suene bajo. Aunque la oscuridad insista. Porque, como los versos, hay tierras que no se rinden. Y pueblos que saben que la belleza, si se cuida, siempre resucita.

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