Opinión
Todo no cabe en una roca
lunes 22 diciembre, 2025
Antonio Sánchez Alarcón
La moda de hoy no es creer en el alma, sino en la neurona. Ya no se habla de “espíritu”, sino de “sinapsis”. Todo se explica por el cerebro, los genes, la química del cuerpo. El amor es dopamina, el arte es impulso eléctrico; la moral, una evolución adaptativa. El universo entero reducido a partículas, redes, estímulos. Parece ciencia, pero a veces no es más que un viejo dogma con bata blanca.
Este dogma tiene nombre: Monismo fisicalista. La creencia de que todo lo real se reduce a lo físico-natural, a lo que se puede pesar, medir o escanear. En ese mundo no hay ideas, ni historia, ni política. Sólo átomos reacomodándose. Suena moderno, pero es una forma elegante de empobrecer la realidad.
El materialismo filosófico, en cambio, reconoce varios géneros de materialidad. No todo lo que existe es roca, músculo o electrón. Hay cuerpos, sí (como un árbol o una piedra), pero también hay construcciones simbólicas, instituciones, lenguajes, sistemas científicos. Es decir, existen cosas que no son físicas en el sentido natural, pero que también son materiales, en tanto operan, resisten, transforman.
¿Un ejemplo? El dinero. No es una piedra ni una hormona, pero gobierna la vida de millones. Su realidad no es biológica, pero es más eficaz que cualquier fuerza natural. O pensemos en un teorema matemático: No se encuentra en el bosque ni en el intestino, pero organiza satélites, computadores y economías. Es material, aunque no sea “físico”.
Reducirlo todo al plano físico (lo que algunos llaman “M1”, por Materia 1) es negar lo que no encaja en esa rejilla. El arte, la filosofía, la política, incluso la ciencia misma como sistema: todo se vuelve un epifenómeno, una espuma sin peso. Pero entonces, ¿cómo se explica que esa “espuma” —como una idea o una teoría— pueda cambiar el curso de una civilización?
El problema del fisicalismo no es su entusiasmo por la ciencia, sino su afán de amputar lo que no puede controlar. No puede pensar lo institucional, lo histórico, lo técnico, sin convertirlo en una cadena de causas químicas o evolutivas. Y al hacerlo, pierde de vista lo que nos hace humanos en sentido fuerte: La capacidad de construir mundos donde operan reglas, símbolos y estructuras que no existen en la naturaleza, pero que son reales en nuestra historia.
No se trata de invocar fantasmas. Se trata de no confundir lo medible con lo real, ni lo físico con lo único existente. La filosofía no desprecia lo natural; simplemente sabe que no agota la realidad.
Porque una sinfonía no es solo una vibración del aire. Una revolución no es solo un cambio químico en un grupo de cerebros. Un poema no es solo papel con tinta. Hay formas materiales que trascienden el cuerpo sin abandonarlo. Negarlas es confundir el mapa con el terreno, el hueso con el gesto, el átomo con la idea.
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