Opinión
Un país ausente también vuelve en diciembre
martes 30 diciembre, 2025
Por. Antonio Sánchez Alarcón
Hay ciudades que celebran la Navidad como quien cumple un trámite: luces compradas, música enlatada, abrazos cronometrados, una nostalgia que se paga con tarjeta. Y hay pueblos —pueblos venezolanos— donde la Navidad no se “hace”: se habita. No como espectáculo, sino como forma de estar en el mundo. Uno llega, y el tiempo deja de correr como corredor ansioso; empieza a caminar como vecino.
En un pueblo, la Navidad no comienza el 24. Comienza antes, cuando el aire huele a leña y a cocina larga, cuando la gente se cruza por la calle y se cuenta la vida sin resumen. Comienza cuando la casa se vuelve taller: el amarre de las hallacas, el guiso que lleva días pensando su sazón, la conversación que se repite como oración: “¿Y fulano? ¿Y mengana? ¿Vendrá?”. La espera también es una parte del menú.
La filosofía del pueblo es simple y difícil: la identidad no se dice, se practica. No hay discurso sobre “valores familiares”; hay la tía que regaña por cariño, el primo que aparece sin avisar y se sienta como si nunca se hubiera ido, el vecino que presta una silla, el que regala un racimo de cambures porque sí. El pueblo hace algo que la modernidad urbana desaprende: recordar que la vida es una red y que la red se sostiene con gestos.
Y ahí entra algo que solo entiende quien madrugó en diciembre con suéter y sueño: las misas de aguinaldo. No son solo un rito religioso; son una tecnología social del amanecer. La gente camina a oscuras, con linternas, con niños medio dormidos, con el frío raro del trópico cuando quiere parecerse a otra latitud. En la iglesia, entre canto y cuatro, se arma una alegría sobria: no es fiesta todavía, pero ya se está preparando el ánimo. Es como si el pueblo dijera, cada madrugada: “Nos levantamos juntos”. Y eso, en un país acostumbrado a sobrevivir con individualismo, es casi un milagro civil.
Después de la misa, viene la calle: saludo rápido, café, alguna empanada, el comentario inevitable sobre quién faltó y quién regresó. La misa de aguinaldo no termina en el “amén”; termina en el intercambio: en el reconocimiento mutuo. Es un recordatorio de que la Navidad no es solo cena; es también comunidad en movimiento.
En la ciudad uno se siente protagonista; en el pueblo uno recuerda que es personaje secundario de una historia más vieja. La Navidad, ahí, no gira alrededor del individuo, sino de una memoria compartida: la receta de la abuela, el pesebre con piezas incompletas, la misma canción que suena cada año como si el tiempo estuviera dando vueltas sobre su propia cuerda. Y esa repetición no es pobreza de imaginación: es una manera de decir “seguimos aquí”.
Por eso también duele. Porque en Venezuela, la Navidad en un pueblo es alegría con grietas. Hay sillas vacías que pesan más que las llenas. Hay nombres que se pronuncian con cuidado, porque se fueron, porque migraron, porque no pudieron volver. En la mesa siempre hay un plato que no está y, sin embargo, ocupa espacio. El pueblo no maquilla la ausencia; la integra. Eso es madurez: celebrar sin negar la herida.
Luego viene el Año Nuevo, que en un pueblo no se recibe con fuegos artificiales para redes sociales, sino con un gesto íntimo: la esperanza administrada. No esa esperanza grandilocuente que promete “este año sí”, como si la vida fuera un billete de lotería, sino la esperanza humilde del que se propone resistir: arreglar el techo, sembrar algo, pagar una deuda, reconciliarse con alguien, no enfermar. El pueblo enseña que los planes no se gritan, se trabajan.
La filosofía de pasar Navidad y recibir el año en un pueblo venezolano es, al final, una lección contra la soledad moderna: uno no es solo lo que logra; uno es lo que pertenece. Y pertenecer no es poseer un lugar, es dejar que un lugar te posea un poco: que te nombre, que te recuerde, que te obligue a saludar, que te exija humanidad.
Brindar ahí no es ingenuidad. Es una forma de resistencia. Como decir: el país tiembla, pero nosotros —por una noche y por varias madrugadas— seguimos siendo familia, seguimos siendo vecinos, seguimos siendo pueblo. Y esa, en tiempos de tanta dispersión, es una filosofía suficiente para empezar de nuevo.

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