Francisco Javier Sánchez C. *
Se cumplen cinco años del cierre intempestivo de la frontera de Venezuela con Colombia por el gobierno de Nicolás Maduro, decisión histórica lamentable: los pasos formales binacionales jamás se habían cerrado a cal y canto. Este hecho inaudito ha trastocado las dinámicas de las diversas zonas de la frontera común, así como las relaciones bilaterales, que pasan por su peor momento desde la separación de los Estado-nación en 1830. Si bien desde julio de 2016 hubo paso peatonal restringido e intermitente, y puntualmente de transporte de carga, el cierre contrasta con casi doscientos años de total apertura.
El 19 de agosto de 2015, día del anuncio del cierre, se recuerda luctuosamente por la violación de derechos que lo marcó, así como los meses siguientes: la expulsión por las autoridades de ciudadanos colombianos que vivían en San Antonio del Táchira y otras poblaciones, algunos con estatus de refugiado, cuyas casas fueron marcadas para diferenciarlas y luego demolidas, todo precedido por un discurso xenófobo que pretendía culparlos de la crisis venezolana que ya causaba estragos. Las imágenes de esos hechos dieron la vuelta al mundo. Ante la Corte Penal Internacional existe denuncia para que se indaguen tales circunstancias, por la presunción de haberse cometido crímenes de lesa humanidad que no se han investigado en ninguno de los dos países.
En el ínterin, la situación en Venezuela y en la frontera con Colombia empeoró: se ahondó la Crisis Humanitaria Compleja; hubo un evento electoral presidencial en 2018, desconocido por la mayoría de los actores políticos del país y la tercera parte de la comunidad internacional, cuya consecuencia política relevante es la proclamación del presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, como encargado de la Presidencia de la República, en enero de 2019; Nicolás Maduro rompió relaciones diplomáticas y consulares con Colombia, cuyo Gobierno, encabezado por Iván Duque, a su vez reconoció a Guaidó como presidente. Los estados fronterizos se han deslizado por una debacle multidimensional: sin servicios públicos o muy precarios (electricidad, gas doméstico, combustible, agua potable, salud y otros), con el estado Apure cada día más depauperado y con mayor control social, con funcionarios del gobierno de Maduro que colisionan con la gobernadora del Táchira, un gobernador electo del Zulia desconocido, Amazonas sin representación política ante el Parlamento, y el Táchira con la mitad de los diputados opositores encarcelados o en el exilio, todo en el contexto de la migración forzada de venezolanos, que alcanzó 5.2 millones de personas en agosto de 2020, según cifras de ACNUR, convertida en la segunda crisis migratoria global, y la actual pandemia por la covid-19, con efectos en la región desde marzo.
En consecuencia, y desde las relaciones internacionales, los Gobiernos terminaron en una enmarañada madeja: situaciones complejas e inéditas que llevan a decisiones también inéditas, a veces confusas, contrasentidos, marchas y contramarchas, capacidades precarias o limitadas, la instrumentalización del ‘otro’ -el vecino- o su uso a conveniencia, la idea falaz del enemigo externo, la diplomacia del micrófono, los alineamientos geopolíticos. En los hechos, no en el derecho, se ha producido una bicefalía gubernamental en Venezuela, de manera que Maduro y Duque no se relacionan ni cooperan, Duque y Guaidó se reconocen mutuamente, pero este último no tiene capacidades territoriales, con lo cual los vínculos políticos entre los Estados están resquebrajados y son ineficientes, incluso, como marco para las otras relaciones entre los países. Por su parte, las relaciones vecinales o transfronterizas están negativamente afectadas: la seguridad, los lazos sociales y familiares, los vínculos económicos y comerciales, culturales, académicos, etc., es decir, el desarrollo de la vida de los ciudadanos de los estados limítrofes está limitado, cuando no directamente amenazado.
Las dificilísimas relaciones entre los Gobiernos de Venezuela y Colombia, desde las presidencias de Hugo Chávez y Álvaro Uribe, agravadas por el cierre de la frontera en 2015, inciden en la precaria presencia institucional de ambos Estados en la mayor parte del territorio fronterizo, particularmente el venezolano; en algunas zonas incluso ausentes. Si bien se puede señalar que por la pandemia de la covid-19 se ha incrementado el personal de salud y el militar, policial y migratorio en los pasos formales, esta presencia no significa una mejor atención a los ciudadanos o menos violaciones a sus derechos.
La violación de derechos humanos, que en el caso venezolano describe, entre otros, la Alta Comisionada de DD.HH. de las Naciones Unidas, y que tiene características propias en la frontera, se agrava con el cierre de los pasos formales binacionales. De una parte, porque aumenta la actuación de grupos ilegales: bandas criminales, grupos subversivos (notoriamente el ELN y disidencias de las FARC) y grupos paramilitares, que se disputan negocios y territorios y cometen crímenes atroces porque las instituciones llamadas a combatirlos y proteger a los ciudadanos, tienen precaria presencia territorial, o algunos de sus miembros colaboran con ellos. De otra parte, porque a los venezolanos se les dificulta solventar en Colombia la escasez o el alto costo de productos básicos para su subsistencia, incluso medicamentos.
En esa precariedad de los DD.HH. incide el manejo de la pandemia de la covid-19, en tanto una de sus consecuencias ha sido restringir la movilidad humana por las fronteras, por lo que solo quedan los pasos informales o trochas con tránsito a riesgo, al estar controladas por grupos delincuenciales, lo que incluso ha servido al contrabando, ahora incrementado. También se ha criminalizado al migrante retornado, que perdió los medios de subsistencia por la pandemia en los países de acogida y busca en Venezuela el auxilio de su familia.
Los grupos indígenas han sido severamente afectados por el cierre de la frontera. Así, los wayúu y los yukpa en el Zulia, que hoy se ven impedidos del intercambio familiar, social e incluso el comercial, de vieja data, por las diferencias entre los Estados en su tierra ancestral; o las etnias del Amazonas, cuyo modo de vida y hábitat está mortalmente comprometido por el extractivismo del Arco Minero del Orinoco; o la población de Apure, de las más vulnerables del país, que justo por ello tiene una enorme dependencia del Estado con el subsecuente control.
Un dato sobre la crisis migratoria venezolana dimensiona la importancia actual de la frontera con Colombia: el 90 % de los migrantes forzados -4.7 millones- salieron por los pasos a lo largo del límite internacional, el 75 % -3.5 millones- lo hizo por el Táchira, hacia Norte de Santander, según investigaciones de la Universidad del Rosario de Colombia y del Centro de Estudios de Fronteras e Integración –CEFI- de la Universidad de los Andes de Venezuela. Los migrantes transitan por esta región por ser tradicionalmente más activa e interconectada con Colombia y Suramérica, aunque maltratada por las autoridades que entienden su condición fronteriza como un estigma.
Sin embargo, aun con estas dificultades inéditas, los ciudadanos de la frontera venezolana con Colombia, pero también los que viven del otro lado del límite, no cejan en su empeño porque la seguridad, la regularización de las relaciones diversas, la formalidad en el intercambio transfronterizo y binacional, vuelvan a ser regla entre ambos países y regiones fronterizas. En ese sentido, la sociedad civil participa en diversas iniciativas en las que surgen propuestas con las que pretenden incidir en los actores políticos relevantes de ambos Estados y de todo nivel, en especial en los Gobiernos, para que se produzcan los cambios necesarios para un tránsito del actual caos a la prosperidad integral, que debe sostenerse en valores democráticos, fundamentales para el entendimiento binacional.
*Abogado experto en Derecho internacional y relaciones internacionales / Profesor universitario.