Antonio Sánchez Alarcón
La reciente reactivación del Decreto 1067 del 26 de mayo de 2015 por parte de la oficina de migración de Colombia se enmarca en un contexto de tensas relaciones bilaterales, donde la política exterior se ve fuertemente influenciada por los enfrentamientos políticos entre el gobierno de Petro y el de Maduro. Esta medida, que pretende regular el ingreso de venezolanos al territorio colombiano, podría interpretarse no solo como una respuesta ante la creciente presión migratoria originada por la grave crisis económica en Venezuela, sino también como una forma de retaliación política.
En el terreno migratorio, se estima que hasta 500,000 venezolanos podrían verse afectados directamente. La imposición de requisitos más estrictos y controles rigurosos dificulta el acceso a quienes huyen de una situación de precariedad, generando mayores obstáculos para su integración y acceso a servicios básicos. Este endurecimiento de la normativa no solo vulnera los derechos de una población en situación de emergencia humanitaria, sino que también aumenta la incertidumbre y el estigma social hacia los migrantes.
Desde el punto de vista económico, la medida acarrea consecuencias especialmente negativas en zonas fronterizas como el Departamento de Norte de Santander. Esta región, que históricamente ha sido dinamizada por el intercambio comercial y cultural entre ambas naciones, podría enfrentar una pérdida estimada en 150 millones de dólares. La restricción en el flujo migratorio afecta la actividad comercial, reduce el consumo y debilita el tejido empresarial local, agravando la situación económica en áreas ya vulnerables.
Además, la reactivación del decreto se inscribe en un escenario de confrontación política. La utilización de normativas migratorias con un fuerte contenido ideológico puede ser interpretada como un instrumento de presión diplomática, donde la política interna se utiliza para responder a tensiones internacionales. Esta estrategia de retaliación no solo compromete el principio humanitario que debería regir la acogida de personas en situación de desplazamiento, sino que también erosiona la credibilidad del gobierno en materia de derechos humanos y de apertura hacia quienes buscan una vida digna.
Aunque la medida se defienda como un intento de controlar un flujo migratorio que ha generado desafíos en términos de seguridad y orden interno, sus consecuencias sociales y económicas resultan profundamente perjudiciales. La afectación de hasta 500,000 personas y la pérdida millonaria estimada en 150 millones de dólares para regiones como Norte de Santander evidencian que se está ante una política que, en lugar de ofrecer soluciones humanitarias y económicas integrales, agrava la crisis migratoria y debilita los lazos sociales y comerciales. Es imprescindible replantear estrategias que, en lugar de utilizar la migración como arma política, fortalezcan la cooperación regional y protejan los derechos fundamentales de quienes se ven obligados a abandonar su país.