Cruel interrogante. Da pena ajena adentrarse en una trama tan conmovedora. Tan irracional. Inmisericorde, pues. Un tema que no apasiona. Todo lo contrario: puede envilecer. Puesto que se abordan las amargas aventuras del ser humano dentro de una sociedad. No obstante, estamos obligados a reseñarlas para que el mundo las digiera. La mendicidad, como es sabido, data desde muchos siglos antes de que Jesucristo anduviera por el mundo predicando el evangelio. Épocas en las cuales era necesario sobrevivir a las catástrofes naturales y de constantes guerras e invasiones de pueblos. Una vez pasadas las penurias de estos eventos malignos, familias enteras quedaban absolutamente desamparadas. Objetivo inmediato: vivir de las dádivas. De las migajas encontradas en el camino. Se convertían en pueblos nómadas. Familias transformadas en zombis (valga la expresión), porque la crueldad con que fueron tratadas les llevó a sobrevivir en el tiempo y en el espacio. En cada región había seres que tenían las calles por hogar. La historia no miente. La tragedia de la mendicidad ahogaba a millones de seres humanos en todo el planeta. Los más desposeídos eran los que entraban en ese círculo oscuro y aterrador. “Culpables los gobernantes”, diría mi padre Andrés.
Hoy, a casi veinte años de iniciarse el siglo XXI (los mismos años que tienen los señores del régimen en el poder), la indigencia ha crecido en el mundo. Con mayor o menor cantidad, allí están, tratando de capear el infausto temporal. Venezuela, gloriosa nación tropical cargada de riqueza desde hace centenares de años, país suramericano con reservas de trillones de metros cúbicos de gas, de petróleo, de oro, coltán, bauxita, diamante, tierras productivas, mano de obra calificada, caudalosos ríos, y pare usted de numerar lo grande de nuestro patrimonio. ¡Oh sorpresa! En esta nación tropical nos topamos con los llamados “cinturones de miseria”. Esa es la primera vista cuando arribamos al principal aeropuerto Internacional de Maiquetía. “Ranchos” por doquier. Y si nos adentramos o recorremos las vías o carreteras, igualmente observamos la misma estampa. Más sorpresas: en el país más rico de Latinoamérica (increíbles para muchos foráneos) no hay gas, no hay combustible, permanente “racionamiento” de suministro eléctrico, las señales de teléfonos, fijos y móviles, son otra tragedia, entre otros males.
La carestía de la vida ha hecho que muchos ciudadanos deambulen por las calles mendigando un bocado de comida o pidiendo limosnas. Los llamados “niños de la calle”, por los cuales el difunto presidente Hugo dijo en su momento que se quitaría el nombre si no acababa con ese mal, hoy florecen en centenares de calles y avenidas. En todo el territorio nacional. Por tanto, millares de ciudadanos tienen que migrar a otros países cargando a cuesta las necesidades básicas que el régimen no ha podido satisfacer. Vemos entonces a madres en las aceras de las calles de países vecinos, con sus hijos en brazos, amamantándoles al aire libre. Niños mitigando el hambre que llevan consigo. Jóvenes talentos, montados en transporte público, cantándoles a los pasajeros para que colaboren con su mal a cuestas. O tocando algún instrumento musical en una plaza. O limpiando parabrisas en medio de los semáforos en rojo. Y en rojo estamos en esta bella nación petrolera. En la que otrora fuera una de las más grandes del mundo, no hay espacio para la creatividad. Para el talento. Para el progreso y el desarrollo sostenido. Cabe entonces la pregunta para la reflexión: ¿Venezuela, “exporta” mendicidad? Se abre el debate pues. (Alfredo Monsalve López) /
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