Regional
Cuentos de necesidades y carencias abundan en la plaza La Ermita
28 de agosto de 2021
Aunque la amenaza del covid-19 sigue, las plazas públicas de todo el estado Táchira siguen siendo el punto de convergencia de quienes buscan en la calle un medio para sobrevivir, y de quien busca el consuelo de ser escuchado y entendido por quienes comparte una situación de necesidades y carencias.
Un ejemplo claro de ello lo constituye la plaza José Antonio Páez, conocida como plaza La Ermita, adonde ha regresado la tertulia, con tapabocas y cierto distanciamiento social, entre quienes se inventan modos de subsistir, se incorporan por el gusto de enterarse de las novedades de la región o quienes sencillamente quedaron anclados allí por el olvido.
Luego del desalojo propio de la cuarentena, las tertulias frente al mercado de La Ermita han vuelto, comparables con lo que alguna vez don José Rafael Cortés denominó en sus editoriales “La Academia de la Lengua”, mismas que correspondían a otros tiempos, cuando la indigencia era más cosa de incapacidades físicas, vicios o problemas mentales.
Aquellos tertuliantes no están al margen de lo que vive el país, más bien pareciera que el país se empeña en ponerlos en los márgenes. Hoy en día, los temas en las conversaciones públicas son otros, como quién tiene familiares fuera del Táchira y quién de ellos manda remesa, quién murió de covid-19 y quién vivió para contarlo, cuando no son las peripecias de una cotidianidad en la que cada tachirense, a su manera, resulta todo un aventurero, que no escogió el exilio.
Por trabajar, algunos ofertan mercancías de fácil venta o productos comestibles, más que todo golosinas; otros ofrecen sus servicios de mototaxistas o vigilantes, e incluso alguien por un parlante menciona la rifa de un automóvil último modelo, pues los negocios de azar han regresado en estos tiempos de pandemia, aprovechando la circulación del peso y la aspiración de los tachirenses de ser beneficiados con un golpe positivo de la suerte.
Cuando supieron de la presencia del equipo reporteril de Diario La Nación, lo recibieron con amabilidad y aprovecharon, no para descargar quejas genéricas y existenciales, sino para plantear urgencias puntuales, que han intentado solventar acudiendo a instancias públicas, o a través de la caridad del prójimo.
Américo Escalante es uno de los tantos habitantes de la plaza, quien padece la realidad del abandono. Endilgarle la categoría de “personaje típico”, ya no se ajusta en una época en la que la ciudad ya no acoge al menesteroso, sino que le huye para no verse reflejado en él.
—No manejo ni pesos, ni dólares, ni bolívares. Yo vivo de lo que la gente me da, ropa, comida y ayuda. Yo tengo familia, pero de eso prefiero no hablar. Una moto me atropelló y me dañó una pierna— contó Escalante
Por su parte, Alexánder Garzón se las arregla con la custodia de vehículos en La Ermita y eso le cubre su alimentación, dejando por fuera otros gastos, como la salud.
—Yo necesito una resonancia magnética del cerebro, y eso me cuesta como 180 mil pesos. Me caí de una escalera, y desde entonces se me ha complicado la salud. Yo he intentado solicitar ayuda a varias instituciones, sin lograr nada. Ojalá algunas personas me ubiquen por estos lados y me den una mano— afirmó Garzón.
A Vladimir Molina lo mortifica una hernia desde hace 15 años. En su caso, sus allegados están pendientes de él, y su caso ha sido visto por médicos que laboran en el Antituberculoso de La Guayana. Su problema está en la programación de su operación en los centros asistenciales públicos, acaparados por el covid-19.
—Con el frío, eso es mortal, el dolor en la hernia. Ya tengo la orden de la operación, supuestamente me pueden intervenir en el ambulatorio de Puente Real, pero lo único que me dicen es que “espere y espere”. Gracias a Dios, mi familia me ha colaborado. Para agarrar un cupo hay que madrugar, pues tú llegas allá a las cuatro de la mañana y ya hay como 20 personas en espera— dijo Molina.
Aunque se asevere que el sistema de pensiones venezolano beneficia a toda la población de la tercera edad, Ricardo Suárez resulta una excepción, ya sea porque no ha encontrado el modo de ser incorporado o porque, sencillamente, en ningún banco maneja una cuenta.
—Yo cuido carros por aquí, y me alcanza para comerme una empanadita y un refresco. Tengo 72 años y no me llega nada, nada de pensión. Lo que la gente me regala, me sirve para defenderme— respondió descorazonado Suárez.
Freddy Omar Durán