Cinco testimonios reflejan la complejidad de un retorno que los obligó a caminar kilómetros para poder llegar a la frontera. Ya en La Parada, Colombia, aguardaron días para cruzar
EL DATO
Desde el 4 de abril y hasta el 4 de junio, más de 35 mil connacionales han retornado por la frontera
DE INTERÉS
Aunque la mayoría regresa de ciudades neogranadinas, también están los ciudadanos que han dejado países como Perú, Ecuador y Chile
Jonathan Maldonado
Miles de migrantes venezolanos se han visto en la necesidad de rehacer sus maletas para retornar a su país. La covid-19 es la razón de la travesía que emprenden desde diversas ciudades de Colombia, o desde otras naciones como Perú y Ecuador. El no tener nada en sus bolsillos los lleva a regresar.
A La Parada, Colombia, reconocida localidad neogranadina, los retornados no cesan de arribar. Cada humanidad tiene mucho que contar. Las historias se entrelazan en medio de un calor que hace más agotadora la espera. A medida que van llegando, se van acomodando en una fila que se traduce en días de angustia y desespero.
La mayoría dice estar consciente de los protocolos por los que deben pasar una vez toquen suelo venezolano: chequeos, pruebas rápidas y aislamiento preventivo por 15 días. Una vez cumplan con estas normas contra el coronavirus, si se mantienen negativos, son evacuados a sus estados de origen.
Sin embargo, los días de espera en La Parada hacen que el proceso se prolongue. Un ciudadano puede sumar hasta ocho días durmiendo sobre la rudeza del concreto, mientras aguarda para atravesar el tramo binacional. Para hacer más llevadero del panorama, están quienes van entablando empatía con otros grupos y así apoyarse ante cualquier eventualidad.
La vigilancia en la zona neogranadina, por parte de la policía, es perenne. Muchas veces, el sol inclemente del lugar, sumado a la agobiante espera, pone un poco tenso el escenario y se va suavizando a medida que la tarde cae y se disipa un poco el bochorno de casi toda una jornada de aguante.
“Donde me agarraba la noche, dormía”
En el momento de la entrevista, Saulimar Tarazona sumaba siete días de espera en La Parada. Lo hacía bajo una carpa improvisada y al lado de otros compañeros de travesía. En Bogotá, ciudad que la recibió como migrante, vivió durante un año.
Cuando la dama decidió retornar, supo que lo iba hacer a pie, pues no tenía los ahorros para pagar un autobús. Un vez arrancó su trayecto, “pasaba la noche donde me agarrara; ahí dormía”.
Al rememorar tan reciente episodio, precisó que sus pies aún están adoloridos por las ampollas que le salieron a causa del maratón obligado. La dama baja la mirada hacia esa zona de su cuerpo y añade: “también los tengo hinchados; ha sido muy duro”.
“En Bogotá trabajaba en un restaurante. Me cuesta un poco regresar”, dijo mientras aclaraba que su gran preocupación es la necesidad que está viviendo en la actualidad, la cual no ha amilanado el gran deseo de ver a sus hijos. “Tengo un año sin verlos, eso es lo que me motiva realmente”, agregó.
En La Parada, contaba una semana a la intemperie. “Las autoridades no nos han dicho nada. Bueno, solo nos dicen que hay que esperar, esperar y esperar. Al día, si no me equivoco, pasan 300 personas”, resaltó.
Cuando cae la noche, señala, el asfalto sigue siendo la única alternativa para apoyar el cuerpo, y que amortigua un poco con la maleta o costales. “Por lo que veo, debo pasar otro día. Ya la cola no se movió más”, soltó mientras respiraba tan profundo como las ganas de estar en su tierra.
“El día a día es así, llevando sol. Creamos una carpa con bolsas para protegernos un poco”, enfatizó, para luego rematar con una visión a futuro: “cuando se acabe la pandemia, si tengo chance, regreso a Colombia”.
“No me siento fracasado, pero sí desanimado”
“No tengo nada en mis bolsillos”, fue la frase con la que Jorge Luis Rodríguez definió su estadía en La Parada. Con 23 años, y tras vivir por dos años y medio en Bogotá, dijo estar agradecido por el trato de algunos colombianos.
De la travesía que vivió para retornar, indicó que lo más difícil, además de los 15 días que caminó, fue el no contar con dinero para alimentarse y comprar agua. Aunque pasó por Berlín, zona alta de Colombia, no le pegó el frío, ya que cruzó de día. “Estaba helada, pero no con la intensidad de la noche”, añadió.
Pese al viraje de su vida, aseveró no sentirse fracasado, pero sí desanimado por la situación con el coronavirus. “Llevo cinco días esperando en La Parada. Sé que debo pasar por varios procesos de bioseguridad en la frontera, antes de llegar al Zulia, mi estado”, subrayó con la fe puesta en una pronta solución a su espera.
Su estadía en la capital neogranadina la aprovechó para laborar en un restaurante. “En estos momentos el local volvió a abrir, pero solo trabajan el dueño, la mujer y el hijo, Lo hacen a puerta cerrada”, lamentó quien soportó tres largos meses antes de tomar la decisión.
“He dormido en la calle y algunas personas me han brindado la mano con la comida. La preocupación está latente, pero sé que al llegar al Zulia puedo, cuando pase la cuarentena, conseguir trabajo”, enfatizó a modo de colofón.
“Aguanté muchas cosas en el camino”
Jennifer Obispo se encontraba en Ocaña, Colombia, sobreviviendo de la economía informal. “Vendía café”, dijo quien se vio casi maniatada cuando comenzó la cuarentena por la pandemia. “Las ventas bajaron muchísimo”, acotó.
Negada en un principio a regresar, consiguió bandearse por varias semanas; no obstante, al final, no tuvo otra opción: “me tocó devolverme. Caminaba un rato y descansaba cuando alguien me daba la cola, por tramos”.
Obispo dijo sentirse conmovida y feliz, pues va a ver a sus familiares tras varios meses de ausencia por su condición de migrante. “Mi destino es Valencia, en Carabobo. Allá me esperan los míos”, recalcó.
“No creo que pase hoy (jueves). Estoy consciente del proceso de aislamiento que debo cumplir. Debo esperar a ver qué puede pasar. No tengo pensado regresar a Colombia, luego de que culmine todo”, sentenció.
La historia de Obispo tiene ciertas similitudes con la de Yolimar Parra, joven que, ante la falta de recursos, se aventuró a caminar desde Bogotá hasta la frontera.
“Es muy rudo, muy complicado; prácticamente dormíamos a la orilla de cualquier carretera. Muchas veces avanzábamos de noche, bajo la lluvia y con poca comida y agua. No hubo mucha ayuda, pocos nos colaboraban”, detalló.
Tras llegar a La Parada, donde contaba ya una semana y estaba resignaba a pasar más días pernoctando, la embargó cierta desesperanza, ya que el número de gente le pareció descomunal. “Nunca me imaginé que iba a ser tan lento el paso”, señaló.
“No quiero volver a migrar”
Cuando César Iriarte, de 25 años, migró a Bogotá, estaba rayando los 21 años. Allá laboraba como mensajero. “Me iba bien. Lo que ganaba me alcazaba para mantenerme y enviar algo a la familia”, puntualizó.
Aunque la juventud juega a su favor, no quiere volver a migrar. Una vez llegue a Venezuela y se instale en su estado, Zulia, piensa buscar trabajo, en cualquier área. “Me quedo luchando en mi país, es mi decisión”, apuntó.
“Duré cinco días caminando y, al final, un camionero me dio la cola. Los días que caminé fueron horribles: cansancio, hambre, penurias. Dormía en la calle, a la orilla de la carretera”, describió quien indica haberse tropezado “con gente buena y mala”.
Urgido por ver a su familia, tras cuatro años viviendo en la capital neogranadina, esperaba en La Parada, Colombia, en una cola que se tornaba interminable, y en la que llevaba ocho días. “Ha sido muy lento el proceso para pasar el puente”.