Regional

La Vida de Nos //Exactamente el tiempo que ella estuvo con Yair

28 de febrero de 2020

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Diana Coromoto Ramírez de La Espriella

Ilustraciones: Walther Sorg

El mayor apremio de Yair López y su hermana Leonela, habitantes del pueblo de San Juan de Colón, estado Táchira, era conseguir medicinas para evitar que le amputaran un pie a su padre. En eso estaban el día en que entre ellos se instaló una desgracia que no pudieron prever.

Larry Yair López Medina era vigilante del Hospital Dr. Ernesto Paolini, de San Juan de Colón, en el estado Táchira. El viernes 18 de enero de 2019 comenzó su jornada una hora antes de lo acostumbrado. Estaba allí, pero tenía la mente en otra parte.

En noviembre del año anterior, su padre había sufrido un accidente en una moto que le causó una fractura en su pie derecho, por lo que estaba confinado a las cuatro paredes de su habitación. Ahora presentaba una infección severa aguda de primer grado. Corría el riesgo de que le amputaran el pie. Ni él ni Leonela, su hermana, conseguían las medicinas que le habían recetado. “Amoxicilina, ciprofloxacina, melovax, dexametasona”, repetían ambos desde hacía días en todos los sitios donde creían que podía haberlas, sin resultado alguno.

Aquella mañana, esa era la principal preocupación de Yair. Tal vez por eso, recostado de la puerta de la cocina del hospital, mientras ayudaba a hervir agua para un paciente que tenía fiebre alta, no se percató del hombre que pasó a sus espaldas, mirando nerviosamente en todas direcciones, como si algo o alguien se le hubiera perdido.

Yair había salido ese día con la esperanza de que por fin encontrarían los medicamentos que tanto les urgían. Desde el hospital, como ya se les había vuelto costumbre, llamaba a Leonela para ver si había tenido suerte en su recorrido por las farmacias del pueblo.

A las 9:00 de la mañana, la llamó por primera vez.

—Leo, ¿qué hizo? ¿Encontró la medicina de papá o no? —le preguntó.

—No, me toca ir a otras farmacias.

—Bueno… Más tarde te llamo.

Colgó y la llamó nuevamente a las 11:05 de la mañana.

—Leo, ¿qué hizo?

—Estoy llegando a la farmacia de la Clínica Trinidad, si no la consigo aquí, te aviso para que busques eso en el hospital.

Yair había estado atento a la llegada de medicamentos al centro de salud, con la esperanza de obtener por esa vía el tratamiento para su papá. Y esa mañana confirmó que habían llegado las medicinas. Pero solo en solución inyectable, y las necesitaban en pastillas.

Frustrado, volvió a su puesto de guardia. Y como era costumbre, les echó una mano a las pocas enfermeras y camareras, las cuales no se daban abasto con sus tareas.

Yair y Leonela eran incansables y diligentes cuando se trataba de ayudar a sus padres, José y Ana. Pero a él se le había acentuado aún más la necesidad de auxiliarlos desde la pérdida de su hermano menor, Yanis. En marzo de 2012, en una licorería de Colón, alguien lo asesinó de un disparo en la boca. Fue un hecho confuso. Al parecer Yanis trataba de defender a alguien “que se hallaba en problemas” y lo alcanzó un disparo que no era para él.

A las 11:30 de la mañana, el celular de Leonela volvió a repicar. Pero no era Yair. Ella no tenía ese número registrado. Atendió. Sintió una extraña sensación de miedo, que aumentó cuando escuchó una voz agitada que preguntaba por ella:

¿Es Leonela?

Sí, dígame ¿Qué paso?

En el hospital hay una emergencia, véngase rápido.

“Seguro a mi papá le dio un infarto”, fue lo primero que pensó al reconocer la voz: era de Janet, una vecina de sus papás.

Al llegar al hospital, su nerviosismo aumentó. En la entrada había familiares y conocidos que estaban tan desconcertados como ella: en el área de emergencia estaba el cuerpo sin vida de Yair.

Allí, a sus 40 años de edad, yacía tapado con una sábana azul a medio cuerpo, boca abajo.

Mientras iba hacia la cocina a hervir el agua para el niño enfermo, a Yair lo buscaba un hombre que entró poco después de él al hospital, por el área de emergencia. Descendió de una moto, en la que se quedó el piloto con el motor en marcha.

Aquel hombre llevaba una fotografía en sus manos, la observaba, levantaba la cabeza, la giraba en todas direcciones. Se movía con mucha prisa. Nadie entendía qué era lo que tanto buscaba; pero notaron que se fijaba en los rostros de todos los hombres que estaban por donde pasaba. Finalmente, se dio por vencido y se enrumbó hacia la salida. Pero en ese momento escuchó que alguien gritó el nombre de Yair. Uno de sus compañeros de trabajo lo saludaba y le hacía bromas.

Yair, que seguía junto a la puerta de la cocina, respondió el saludo de su amigo. Entonces, el hombre de la fotografía se dirigió hacia él y le disparó en medio de las cejas.

Tres balazos.

Una doctora tuvo tiempo de correr a auxiliarlo:

—¡Ayúdenme!, sigue con vida —gritó aterrada.

Los gritos de la doctora hicieron que el homicida, que ya iba de nuevo hacia la salida, regresara y descargara otros tres tiros a la cabeza de Yair.

Luego volvió a la moto. Arrancaron hacia el sur, por la avenida Luis Hurtado Higuera.

Leonela no podía dejar de pensar en sus padres. Este nuevo dolor le resultaba tan parecido al de la pérdida de su otro hermano. Tuvo la impresión de estar en una pesadilla.

El tiempo transcurrido desde que llegaron PoliTáchira y la Guardia Nacional a la escena del crimen, para colectar evidencias y trasladar el cuerpo de Yair a la morgue de San Cristóbal, fue eterno.

Lo velaron en la casa de sus padres, le cantaron rancheras de Antonio Aguilar, le pusieron gallos y balones de fútbol, porque esa era su pasión. Todas las tardes entrenaba, y siempre que podía, los domingos, asistía a los campeonatos con el equipo de fútbol de Colón. De los gallos se estaba alejando, pero seguía siendo amante de esos animales.

La familia de Yair no entendía aquella tragedia. Se hacían preguntas, buscaban respuestas.

La primera conclusión que sacó la familia fue que había sido una venganza. Yair había sido el responsable de entregar a dos ladrones que se robaron la tubería de los aires acondicionados del hospital. Pero no podía ser; seguían detenidos. Eso pensaron, aunque la verdad es que podían haberlo mandado a matar.

Y también pensaron en un episodio sucedido dos semanas antes: una discusión que tuvo Yair con un guardia nacional en una estación de gasolina de Colón. Este le exigía cambiar el chip de racionamiento de su moto, un dispositivo obligatorio para todos los vehículos de los estados fronterizos de Venezuela, donde impera el contrabando de combustible, y que pretende controlarlo. Yair desistió, y el funcionario lo amenazó de muerte: “Usted mejor se cambia para otra bomba, porque está hediondo a formol”.

Para la familia, este guardia sin identificar también era sospechoso.

Entre los vecinos y amigos de Yair corría el rumor de que lo había matado un integrante de un colectivo. Sugerían que el hecho podría estar relacionado con sus vínculos con el chavismo. Pero de esa época su familia no recordaba que él hubiese tenido ningún problema.

Lo que sí es cierto es que militó en el Partido Socialista Unido de Venezuela. Y, también, que allí conoció a la mujer con la que tenía ocho meses saliendo: Carolina, de 35 años, docente de una institución pública. Ella también llegó al hospital la mañana del asesinato. No dejaba de gritar. Terminó por golpear a los policías y les pasó por encima. Se arrojó sobre el cuerpo sin vida, sin parar de llorar. Manchó toda su ropa con la sangre de Yair.

—¡Mi amor, ¿por qué te hicieron esto?

Un mes después se tatuó en su pecho las palabras “Larry Yair”.

Como necesitaban entender, los familiares iniciaron su propia investigación, paralela a la del Cicpc. Sin pistas ni detalles exactos. “Yair era sano. ¿Qué pudo haber pasado?”, se preguntaban. Poco a poco fueron dando con algunos datos. Leonela empezó a preguntarles a amigos y conocidos de Yair si sabían algo.

Las respuestas a las dudas las dio el Cicpc: el autor intelectual del crimen era informante de un colectivo que se hacía llamar “Los Moscos”. Este hombre, revelaron las pesquisas, había sido pareja de Carolina. A la fecha del crimen, tenían ocho meses separados: exactamente el tiempo que ella estuvo con Yair.

El informante, “un tal Jean Carlos”, llevaba ya unos meses siguiendo a Yair y ensayando los movimientos para asesinarlo. Todo debía hacerse sin que “por nada del mundo” fueran a herir a Carolina.

La foto y las pistas para ubicar a Yair las obtuvo su verdugo de la propia Carolina, aunque no directamente: el informante se enteró por algunas docentes que trabajaban con ella, a quienes les contó de su nueva relación e incluso les mostró algunos mensajes de voz de su enamorado. Llegó a compartirlos incluso con la exesposa de Yair, con quien tenía dos hijos.

No pasó mucho tiempo para que a Leonela se le confirmara la desconfianza que le despertaba Carolina, quien durante un mes la visitó con frecuencia, pero un día simplemente desapareció.

Poco después se supo que se había borrado el tatuaje con el nombre de Yair y se fue del país con el informante, de quien en realidad nunca se separó: estuvo con los dos hombres al mismo tiempo. La propia Leonela lo constató por una foto de su estado de WhatsApp, antes de que Carolina la bloqueara.

Leonela y la familia de Yair quisieron seguir investigando, tal vez se podía identificar a los sicarios. Pero desistieron de hacerlo. El padre de Yair tuvo miedo de que aquello trajera más muerte.

Los meses han pasado. La vida continúa, o la muerte apenas empieza. Ana, su mamá, dice que Yair era sano, no se metía con nadie. Son demasiadas interrogantes las que flotan en su cabeza. No deja de preguntarse qué pudo haber pasado. Espera algún día tener la certeza y, con ello, un poco de paz.

Leonela no deja de soñarlo: en uno de esos sueños, Yair le dijo que le prendieran velas y que dejara de llorarlo, porque no podía hallar luz.

—–

Esta historia fue cedida a Diario La Nación por el sitio web La Vida de Nos y forma parte de su Semillero de Narradores https://ww.lavidadenos.com/la-vida-de-nos-itinerante-universitaria/

 

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