Reportajes y Especiales
Cadáveres huérfanos: El trágico drama de quienes mueren en la frontera
15 de julio de 2020
Al menos una vez por semana Edwin López recibe una llamada: hay un cadáver nuevo para ir a buscar. Hay semanas en las que hay hasta tres llamadas, otras en que una sola avisa de ocho cuerpos. Con las manos atadas, con las caras destrozadas por disparos de fusil, con manchas de sangre en la ropa ahí donde la bala impactó, cubiertos solamente de la ropa que llevaban, a menudo una de las pocas cosas con las que salen de su país. A veces pasan horas tirados sobre la tierra arenosa, que el sol casi nunca calienta a menos de 27 grados, antes de que alguien se cruce con ellos. Pasan más horas antes de que alguien los levante: la policía, los vecinos o Edwin López.
Los matan en el cruce de un país a otro. Así encuentran la muerte: recién salidos y sin haber llegado.
La escena tiene lugar una y otra vez en la frontera de Cúcuta, la más dinámica de las que conectan a Colombia con Venezuela, y que cubre 117 de los más de 2.000 kms de tierra que ambos países comparten. Los cuerpos aparecen en las trochas, los caminos no oficiales de la frontera donde la responsabilidad de quién se encarga de ellos se vuelve difusa.
A menudo es Edwin López quien termina asumiendo esa responsabilidad. Él es una de las personas que primero se entera cuando aparece un cadáver. Es un cucuteño de 34 años, dueño de su propia funeraria, la funeraria San Martín. Lleva 20 años recogiendo cuerpos en Cúcuta y en la frontera. Hoy es una de las personas en la capital de Norte de Santander que recoge los cadáveres en las trochas, la mayoría de venezolanos. Va a recogerlos porque lo llaman, no porque le paguen: su labor casi nunca es remunerada.
“Uno va, primero, por hacer el acto humanitario. Segundo, detrás de localizar a la familia y poder venderles el servicio funerario. La mayoría de veces se pierde la ida, pero uno cumple con el deber humano de recoger esos cuerpos”, dice López, un hombre grueso de cara amable, voz apagada y corto de palabras. Con cada ida está la esperanza de que el cuerpo resulte en un servicio funerario por el que pueda cobrar unos 500.000 pesos (unos 134 dólares) —las funerarias grandes, dice, cobran cerca de un millón de pesos—. Pero eso casi nunca pasa. Aún así, López sigue yendo.
“Son personas que pasan por lugares irregulares, ingresan a trochas, cometen algún error y los grupos al margen de la ley los sicarean, los matan. Eso está pasando desde que cerraron la frontera, pero se ha agudizado del 2018 para acá por la guerra entre bandas”, dice. No es la primera vez que pasa, López también habla de “la época de la matanza del 2000”, entonces ya era funerario y recogía los cuerpos que fueron apareciendo con la llegada de los paramilitares.
La frontera en Cúcuta es donde se hacen más patentes los ritmos y vicisitudes de la migración entre Colombia y Venezuela. Desde la década de los 50 eran los colombianos quienes cruzaban huyendo del conflicto en su país y buscando mejores oportunidades. A partir de los 80 empezaron a cruzar los venezolanos.
“Para nosotros ha habido tres olas de migrantes”, dice Wilfredo Cañizares, miembro de la Fundación Progresar, una organización que hace 29 años trabaja en la protección de derechos humanos en Norte de Santander y en la frontera. “Una primera ola de venezolanos adinerados que ahora viven en sectores acaudalados de Bogotá. Una segunda ola de venezolanos de clase media, gente que vendió la casa, el carro y se vino. Y una tercera que se estabilizó a principios de este año de venezolanos y colombo-venezolanos que no tienen nada: ni estudios ni casa ni empleo, que estaban dedicados a actividades informales o al contrabando, que allá llaman el bachaqueo”.
Los cuerpos de esa tercera ola de migrantes venezolanos que cruzan sin nada son los que recoge Edwin López. Los que llegan con cada corriente migratoria que en los últimos cuatro años ha aumentado con la creciente precarización de la vida en Venezuela: la hiperinflación, el poco acceso a la salud, la falta de oportunidades laborales, la escasez de comida y alimentos.
Hoy son cuatro millones de venezolanos los que han salido de su país, la mayoría de ellos, el 45 %, están en Colombia. En septiembre de 2019 Migración Colombia calculaba que unos 4.500 venezolanos entraban diariamente a Colombia. De esos, entre 1.500 y 2.000 se quedaban. Actualmente la ACNUR considera que los venezolanos son una de las poblaciones desplazadas más grandes del mundo.
Las trochas, que en esa historia de migraciones y relaciones fronterizas han sido siempre parte del paisaje, cobraron protagonismo en 2015, cuando la que venía siendo una convulsa relación entre los dos países terminó en el cierre definitivo de la frontera. Entonces, con la crisis diplomática instalada en los pasos oficiales, cada vez más venezolanos empezaron a cruzar por las trochas. El gobierno colombiano implementó medidas de emergencia como el Permiso Especial de Permanencia (PEP), a Colombia llegaron fondos y organizaciones internacionales, pero el flujo por las trochas no paró. Y entonces el flujo se volvió mortal.
Una docena de grupos armados controlan gran parte de las trochas entre Venezuela y Cúcuta, un control que les ha permitido establecer rutas de narcotráfico, beneficiarse del mercado irregular de cosas que van y vienen, cobrar “vacunas” a los migrantes que pasan, hacer secuestros “exprés” y reclutar a venezolanos que aceptan dinero a cambio de ser parte de la organización. Unos son asesinados cuando no pagan, los otros en combate. Muchas veces son asesinados en Venezuela y sus cuerpos arrastrados a territorio colombiano para que alguien los recoja. Varios pasan horas en el suelo antes de que la policía llegue, cuando llega.
Luego los recoge Edwin López.
Cada vez que sale a su encuentro, Edwin López empaca tres cosas: bolsas de rescate, cinta y cuerdas. Las bolsas son para envolver los cuerpos, la cinta para rotularlos —marcar la bolsa con cualquier dato que tengan— y las cuerdas para amarrarlos y alcanzarlos cuando los cuerpos aparecen en el río o en un precipicio. En cada levantamiento lo ayuda otra persona que le cobra entre 20.000 y 100.000 pesos (entre 5 y 27 dólares) dependiendo del lugar. Con él se va en una carroza fúnebre, toman fotos y hacen una localización por GPS que anotan en la cinta que marca el cuerpo. Luego lo montan a la carroza, lo llevan a Cúcuta y se lo entregan a Medicina Legal. En la mayoría de casos López no vuelve a saber de los cuerpos.
El caso que más recuerda es el de una mujer que apareció asesinada después de haber estado un mes secuestrada. Tiene una foto de cuando la encontró: tendida boca abajo, el pantalón negro, la camisa roja enrollada, el torso semidesnudo, unas botas de caucho, el pelo negro largo sobre la tierra. “A ella la encontraron en marzo”, dice. “La familia tenía la esperanza de recibirla viva, no como la recogimos”.
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