Reportajes y Especiales

El cáncer apagó un alma guerrera

25 de septiembre de 2021

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Freddy Omar Durán

La historia de Yamilet Cecilia Rivera de Camargo nos muestra cuán duro e inexorable puede ser el destino con nosotros; pero también encierra lecciones de la odisea por la que en tiempos de pandemia deben pasar los pacientes de enfermedades tan graves como el cáncer.

Cuatro viviendas, pertenecientes a miembros de una misma familia, en Zorca-San Joaquín, por los estragos de la naturaleza fueron quedando bajo tierra, pero esa pérdida para la familia Rivera-Alviárez poco representa, en comparación con la ausencia más grande, la de Yamilet Cecilia Rivera de Camargo, que en cuestión de meses perdió la guerra contra un agresivo cáncer alojado en su garganta.

Hoy se ha convertido en un símbolo de lo que representa para el tachirense ser golpeado en triple flanco en estos tiempos complicados, desde muchos sentidos, desde la economía, la salud y la vivienda digna.

Sacrificios bajo tierra

El domicilio que con tanto sacrificio levantó, con una gran diversidad de negocios y empleos relacionados con la comida, hoy está sepultado. Yamilet, en cambio, como fue su expreso deseo, fue reducida a cenizas. Una infección general acabó con su vida, en el transcurso de su cuarta quimioterapia. Frustrados quedaron los preparativos y la recolección de fondos para ir a la ciudad de Cúcuta, donde una radioterapia tal vez le aliviaría sus penas. Necesitaba siete millones de pesos (aproximadamente 1.700 dólares). Un examen algo imposible en San Cristóbal, donde el equipo para esta intervención en el Hospital Central lleva alrededor de 3 años dañado, o en el interior del país, donde se estima el mismo en cuatro mil dólares.

Desde el mes de marzo, junto a su esposo, William Andrés Camargo, tuvo que ubicarse, en calidad de damnificada, en la escuela de Pie de Cuesta, luego de que un alud de tierra tocara la puerta de su casa, que apenas le tomaría unos meses en concretar su ingreso destructor, que también se ensañaría contra cuatro casas, ya declaradas inhabitables, pero cuyos residentes se aferraban pues no tenían a dónde más ir. Dentro de este último grupo de damnificados está la madre de Yamilet, Ignacia Cecilia Alviárez, mujer de 62 años, quien todavía no ha podido procesar en su mente y corazón ese “annus horribilis”.

—Yo me quedé en situación de riesgo. Me quedé porque yo no tenía a dónde parar; pero yo cuando veía que eso se ponía feo, cuando llovía, agarraba mi cobijita y la metía en un bolsito, agarraba los papeles, y pensaba: “si me toca `arruncharme´ en el monte, me ´arruncho´; no me voy a quedar a que me mate la peña, nooo… El trabajo de toda la vida, como comerciante de ropa, lo tenía yo metido en la casa. Era grande, de dos pisos, lo suficiente para alojar a dos hijas, que también tuvieron que desalojar. Y uno, a esta edad, ya ni trabajo consigue. Si me asignaran otra vivienda, yo no aspiro a que sea tan grande como la que tenía, con eso sería suficiente para estar tranquila— relató doña Alviárez.

Pero esa serie de desgracias empezaría en noviembre, durante la demoledora vaguada que puso en jaque a un extenso eje poblacional que va de Zorca-San Joaquín hasta Zorca- Providencia, dentro de los municipios Cárdenas, Capacho Nuevo y San Cristóbal. En ese entonces, las aguas de La Zorquera obligarían al desalojo de la vivienda al hijo y vecino de la señora Yamilet, William Andrés, funcionario del Cicpc, con su esposa e hija. Por supuesto, las aguas desbordadas hicieron pasar un susto al resto de la familia Rivera-Alviárez, en sus respectivas viviendas, pero lejos de sospechar que sería el cerro, a más de diez metros lejos de ellos y con carretera de por medio, el que traería los peores daños. El agente policial ha tenido que vivir la dura experiencia de ser propietario de un humilde inmueble, herencia familiar, a ser un arrendado más en Rubio, donde el canon mensual no le permite una tranquilidad junto a sus seres queridos.

Los primeros síntomas

Es esa la época en que los primeros síntomas de la enfermedad se manifestaron en Yamilet; pero se confundieron con la crecida misma de La Zorquera,  tal vez era el impacto psicológico por lo que estaba pasando su hijo, tal vez las aguas trajeron consigo alguna infección…

—A ella le comenzaron a dar como mareos por la época de las vaguadas. Ella siempre decía que tenía como una puya, una puya, en la garganta— agregó doña Alviárez.

De la familia Rivera-Alviárez, 14 personas cayeron en el desamparo: uno de sus hermanos, con su esposa, sus dos hijos, el suegro y su mujer, en una de las residencias afectadas; doña Alviárez junto a sus dos hijas, un nuero y sus dos nietas de la matriarca, en otra; el hijo ya mencionado con su pareja y la nieta, la luz en los ojos de Yamilet; y por supuesto, la difunta, el esposo William Andrés Camargo y su benjamín, William Daniel. Vivían ellos la realidad de los entornos “multihogares” en un estado donde conseguir techo no es para nada accesible. Cada uno de estos grupos familiares emprendió su propio éxodo, uno nada planificado, que incluso implicó onerosas mudanzas y una complicada tentativa de establecerse en Colombia.

Entre el desespero y la caridad

Habiendo perdido bienes materiales y una casa por causa de un alud, estar arrimada en una escuela pasaba a ser un asunto secundario, cuando la salud sobresalía en primer plano. Ella tuvo la mala suerte de enfermarse en tiempos de pandemia, donde el covid-19 ha copado gran parte de la atención de los centros asistenciales. Al llegar a su refugio, y con graves daños visibles al interior de su boca y más allá, todavía creía que tenía una infección, una especie de bacteria, que a punta de antibióticos en los centros asistenciales creyeron se curaría, sin solicitar los exámenes médicos para sustentar un mejor diagnóstico.

—Fue una tortura buscar dónde la atendieran y por el problema de este coronavirus; en principio, en el Hospital Central no la recibían, y uno tenía que correr para todos lados. En el CDI de Táriba le dieron una receta, que por un rato la puso bien, y en el CDI de Capacho ya dijeron que algo raro había en la garganta— denunció William Andrés Camargo.

Estrategia, palancas, presión y mucha, mucha paciencia, se requirió para que un otorrinolaringólogo por fin la analizara en el Hospital Central, para ser luego referida al área de oncología del Hospital Central.

—En abril me tocó mandarla solita para que me la atendieran, porque si yo iba con ella nos dejaban esperando indefinidamente. Y allá le dio la “pálida” y fue cuando un doctor en Emergencia la observa, ve la irregularidad y ordena internarla el lunes. Ya el miércoles querían sacarla, porque “estaba estable”, y entonces yo insistí: “una apertura en la garganta no es estabilidad”. Procedí a hablar con el director de Politáchira para llamar a los otorrinos del Hospital y ninguno se aparecía, y la directora también presionó, y lo que se alegaba siempre era el covid-19, y hasta me insinuaron que fuera a una clínica privada, que allá sí vería a alguno de los que en el Hospital atienden. Hasta que resultó que un familiar de ella que trabajaba en la Gobernación, era amigo de un especialista y así logramos que hasta el sábado la chequearan. De manera extraoficial, el otorrino tuvo preocupantes sospechas y mandó a hacer la biopsia. Duré como un mes en el proceso, que me implicaba buscar el dinero para tomografía, exámenes; afortunadamente, por sala patológica se hizo la biopsia y me salió en cien mil pesos, ¡imagínese si lo hubiese hecho en una clínica privada!…

Al lado de su esposa conoció dos escenarios, igual de dramáticos. Por un lado, ver abarrotada la sala oncológica, donde una sola doctora, Clara Porras, con una fama que se extiende por todo el territorio nacional, debe atender lunes, martes y miércoles a gran cantidad de pacientes, y la otra en el Hospital Oncológico, donde propiamente los pacientes de cáncer reciben sus quimios.

—Mucha gente, de muchas partes del país, viene por ella, siendo una de las mejores en materia de oncología, y muy humana. Ella no escatima, ella busca la manera de atender y con capacidad de atender a muchos pacientes, es la mejor médico en materia de oncología, la más humana, y ella le presta mucha atención al paciente. Aunque usted no lo crea, son muchos los venezolanos que terminan en San Cristóbal en busca de salud, pues en otras partes no hay manera de atender a los enfermos oncológicos. Ya se imaginará cómo eso abarrota el servicio, que además sufre, por razones que no conocemos, de la falta de enfermeros— narró.

Asegurar tratamiento no significaba haber detenido los gastos: lo adicional, como ungüentos y analgésicos, pañales, exámenes, centros de cama, etc., corre por cuenta de la familia del paciente.

–Con el sacrificio de toda la gente que me colaboró con el dinero que se recolectó  se logró la primera quimio, con todo lo adecuado. Gracias a Dios mucha gente por las campañas que se hicieron en Diario La Nación, la radio y las redes sociales, operaciones potes, vendimias, y rifas nos colaboró, incluso gente que nunca supimos quiénes eran depositan a las cuentas bancarias,  hasta otros que residieron en San Joaquín y ahora viven en el exterior nos dieron una mano desinteresadamente. Yo era al principio un poco escéptico, pero me conmovió cómo mis propios colegas, amigos, vecinos ayudaron. Una señora que como nosotros se encuentra en condición de damnificada en la escuela fue la primera que salió con un pote a pedir. Cada vez que ella estaba hospitalizada al principio implicaba un gasto de 70 mil pesos diarios, pero ya en los últimos dos meses, no estaban dando  las soluciones fisiológicas, y habían otros  incrementos, por lo que el costo se elevó a 140 mil pesos diarios. Nuestra última campaña fue para lograr la radioterapia en Cúcuta la que se estaba recomendando en vista de que la quimioterapia le estaba dando duro, y se cotizaba en 7 millones de pesos, pero había la posibilidad de brindarle una condición de refugiada especial, y moderar el pago—aseveró Camargo

Su experiencia le ha llevado a conocer el lado luminoso y el lado oscuro de la humanidad, y así como conoció anónimos y fundaciones, como Senos y Vida, entre otras que le dieron la mano, también durante los periodos hospitalarios de la señora Yamilet descubrió el desdén de cierto personal de la salud, y en este aspecto fue categórico el llamado de William Andrés Camargo, aunque trata de entender los profundos problemas que también sufren, como todos los venezolanos.

—Hay veces que el personal de salud, por cansancio, bajo el pretexto que tiene todo el mundo por los sueldos, o porque no tenían cómo movilizarse al lugar, no prestan la atención debida, no resuelven las múltiples inquietudes que te sobresaltan. Se necesita un poco más de humanidad para pacientes tan especiales, como lo son los oncológicos. A veces hasta teníamos que practicar medicina empírica. Mi esposa en los últimos días sufrió problemas estomacales y no fue tratada debidamente; nosotros teníamos que hacer las cosas por nosotros mismos, y hasta decidíamos qué exámenes se podía realizar. Hubiesen sido realistas conmigo y me hubiesen dicho: “lo que pasa es que nosotros no nos preocupamos por ella porque va a fallecer”. Se notaba que cada vez que un paciente, necesitaba, por ejemplo, una solución, duraban hasta 30 minutos para desplazarse una distancia que no era ni doscientos metros. Una falta de atención a tiempo podría conllevar la muerte de un paciente; podría irse de este mundo por una tontería. Y yo hasta me siento culpable porque no sé si hice lo suficiente por Yamilet, si se hubiese detenido la infección que le ocasionó la muerte— reflexiona.

¿Quién era Yamilet?

Una de las cosas que no acepta el viudo William Andrés Camargo es que lo llamen “héroe” por sobrellevar las penurias de su compañera de vida durante unos meses, mientras ella por años se sacrificó por su familia.

—Ella luchó por nosotros, por esos muchachos, para que salieran adelante y para que yo, con mi profesión de funcionario policial surgiera. Trabajaba duro, atendió por 12 años el comedor del Cicpc, también trabajó en el terminal de pasajeros de La Concordia. ¿Usted vio esa foto sonriente que pusimos en su lágrima? Esa fue de cuando montamos  un negocio  en la vía hacia Peribeca, en el sector La Puente, para servir desayuno, almuerzo y en la noche perros calientes. Desafortunadamente, la crisis económica de estos años no dejó prosperar el local. Mi sueldo no alcanzaba para mucho y con el trabajo que ella cumplía para sobrevivir, y si era necesario vendía panes, empanadas, rifas y otras cosas. Ella buscaba la manera para ingeniárselas, e incluso en los primeros días en la escuela ella comenzó a vender helados— dijo Camargo.

Uno de sus mayores orgullos, antes de partir de este mundo, fue saber que su hijo menor se estaba enrumbando en su profesión de abogado, William Daniel, graduado hace más de dos años, gracias a los grandes esfuerzos de sus padres, habiendo tenido que ser empleado en una conocida empresa de productos alimenticios de la zona. Hasta Bogotá fue a parar Yamilet Camargo en la búsqueda de lo que faltaba para que el muchacho obtuviera el título, aunque sus expectativas no fueron del todo satisfechas.

—Ella demostró toda su vida, y en la manera como murió, ser una mujer fuerte. Ella luchaba por lo que se proponía, no escatimaba esfuerzos por uno. Ella era de las que arreglaban las luces de la casa, de las que pintaban su casa. En los últimos cuatro meses, cuando postrada poco podía hacer, ella con un espejo me guiaba desde la “camita”, y me decía: “¿y le echó cebolla? ¿y le echó el tomate?”. Al final, ya no podía comer casi nada, solo puñados de cada plato, y aborrecía el pollo, el arroz, el café. Tal vez era eso consecuencia de la quimioterapia— continuó Camargo su testimonio.

Habiendo sido de figura robusta, ella bajó 60 kilos durante el proceso de su enfermedad, y solo notó eso su pareja cuando el día de su último cumpleaños, en julio, repasó las imágenes sacadas ese día. Esos postreros días le costaba comunicarse, parte de su paladar y aparato faríngeo estaban comprometidos, andaba en silla de ruedas y para entenderse con sus allegados, incluso su mamá, usaba los mensajes de texto.

—Me di cuenta de que había bajado de peso el día de su cumpleaños, en donde ella estaba con su torta y su rostro deteriorado, decaída, en silla de ruedas. Más bien la vi hermosa el día que pasó lo que pasó, el domingo 19 de septiembre, a las 6 y media de la mañana. Después de descansar un poco al lado de ella, despierto, cayendo en cuenta que algo raro le sucedía. Le pasé la mano por la cara y me di cuenta de que no estaba respirando, fue cuando salí a buscar al enfermero y luego al médico, que confirmó el deceso media hora después.  Ella tenía otro semblante, era como si ya todo estuviera curado y no se notara el gesto de dolor en el rostro…había rejuvenecido otra vez— cerró Camargo sus recuerdos con un profundo silencio.

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