Reportajes y Especiales
Historias covid-19 | En Maracaibo cuesta respirar
23 de julio de 2020
Por Ricardo Barbar
1
A la mañana siguiente, cuando despertó, Joselin escuchó los mismos ruidos de la noche: el sonido metálico de las bombonas de oxígeno, el jadeo de quienes no podían respirar, la tos con vómito de quienes se ahogaban.
Estaba confinada en un consultorio de la Unidad de Dermatología, Reumatología e Inmunología (UDRI), en el Hospital Universitario de Maracaibo, donde alguna vez ofrecieron consultas. Ahora había sido dispuesta para pacientes y sospechosos de covid-19. Joselin vio en una misma sala a niños y adultos. En camas o en sillas. Había pacientes asintomáticos que dieron positivo con pruebas rápidas, pacientes que tenían síntomas leves, pacientes que necesitaban ventilación mecánica. Otros esperaban la orden de irse a casa.
Esa mañana Joselin no desayunó ni almorzó el arroz con granos que le ofrecieron en el hospital. Le repugnaba. Unos amigos le llevaron comida. Cuando parecía que el día iba a ser igual que el anterior, escuchó una voz a través de la puerta:
—Vengo por los médicos que me voy a llevar al hotel.
A finales de mayo, un grupo de residentes de Emergencias atendió a un paciente que ingresó con pancreatitis. Padecía fiebre y tenía dificultad para respirar. Aunque los síntomas estaban asociados al motivo de la emergencia, los residentes sospecharon y le practicaron una prueba rápida de covid-19. Dio negativo. Medicina Interna asumió el caso y los residentes se olvidaron.
Hasta que a una médico del grupo le dio fiebre. Pensó que era una gripe normal, pero dejó de serlo cuando la fiebre no cesó durante diez días. En sus guardias en el hospital, la residente insistió a varios jefes que le hicieran pruebas para descartar covid-19. Epidemiología le dijo que no tenía los criterios de la enfermedad, “una fiebre por tantos días no es coronavirus”. Un internista pensó que era más probable la tuberculosis. La residente insistió: “¿No me van a hacer pruebas a mí que recibo pacientes en Emergencias? Es una guerra para que me den un tapabocas y el que me dan es por 24 horas”.
Varios médicos debatieron el caso. Accedieron a practicarle una prueba rápida que dio negativo. La residente pidió que le tomaran una muestra PCR. De nuevo la situación se volvió una lucha. “No tienes los criterios médicos”, repitieron.
A su lado estaba el jefe de la Unidad de Terapia Intensiva (UCI), a quien le estaban tomando una muestra PCR porque llevaba dos días con malestar en el cuerpo. La residente dijo que por qué le tomaban una muestra al jefe de UCI y a ella no, cuando él había tenido malestar por dos días y ella fiebre por diez. Al final de un largo debate, le tomaron la muestra PCR.
El resultado positivo llegó cinco días después. El epidemiólogo ordenó pruebas PCR para el resto del grupo, cinco residentes. Ninguno tenía síntomas. Enviaron a cuatro a aislamiento domiciliario. A la residente con fiebre la llevaron al séptimo piso. Joselin permaneció aislada en un consultorio de UDRI.
Por eso, a Joselin le extrañó cuando dijeron que venían por los médicos. Avisó a sus compañeros residentes. Ninguno sabía qué sucedía. Trató de hacer tiempo. En ese instante recibió una llamada. Era una de sus jefas, quien tampoco sabía por qué la iban a trasladar. “Voy a averiguar”, dijo.
Joselin escuchó que alguien tocaba su puerta:
—Doctora, aliste sus cosas que nos tenemos que ir.
—¿Quién dio la orden?
—El epidemiólogo. Me tengo que llevar a todos los médicos al hotel Las Montañas.
Antes de salir, le tomaron una muestra PCR y la trasladaron en una ambulancia hasta la entrada del hospital. Le rociaron cloro de los pie a cabeza. Le dijeron que cuando entrara al autobús, se sentara distante de los otros pacientes. Se iría por catorce días, o al menos eso dijeron.
Joselin lloró en todo el camino. El autobús se detuvo en una zona que estaba a oscuras. Observó que sólo la planta baja del motel estaba iluminada. Pensó que cuando se fuera a dormir el calor sería agobiante. Haciendo la fila para registrarse, escuchó que el motel tenía un generador eléctrico pero por alguna razón no había luz en las habitaciones. Delante de ella había una mujer que dijo ser trabajadora del mercado Las Pulgas. “Qué raro, mi esposo tiene síntomas y su prueba rápida dio negativa. Yo no tengo síntomas y di positivo”.
El mercado Las Pulgas se convertiría pronto en el foco de contagio más grande de Venezuela. El gobernador del Zulia, Omar Prieto, anunció el 30 de mayo el cierre definitivo del mercado mientras se lograra controlar la propagación del virus. Zulia tenía 107 casos confirmados y tres muertos. Hubo disturbios en Las Pulgas. Una avalancha de personas aglomeradas exigió a la guardia que les permitieran trabajar. Se estima que más de 20 mil comerciantes, vendedores formales e informales, trabajan en un espacio de 120 mil metros cuadrados. Es el mercado más grande de la ciudad.
A la par, miles de venezolanos retornados llegaban a Maracaibo por la frontera que comparte Venezuela con Colombia. El virus se fue propagando en la segunda ciudad más poblada de Venezuela. Aumentaron los casos locales, y muchos pacientes no supieron cómo se habían contagiado. “El pesquisaje está arrojando cerca de 60, 70, 80 casos diarios”, dijo el alcalde de Maracaibo, Willy Casanova.
Un video divulgado en redes sociales mostró a un hombre muerto, presuntamente por covid-19, en uno de los pisos del Hospital Universitario. Rápidamente la información se esparcía en la ciudad.
https://twitter.com/maryorinmendez/status/1268319490523136001
Al norte de Maracaibo, Moisés y su papá hacían diligencias en el camión de la empresa donde trabajaban. William, hombre fuerte de 68 años, le había enseñado a su hijo acerca del oficio de la construcción y la plomería. Moisés trabajó mano a mano con su papá durante varios años. Un buen día le ofrecieron el puesto de chofer de la empresa y Moisés guardó sus herramientas.
“Viejito, tratá de no andar tanto en las tiendas. Cuando lleguéis de la calle, no te llevéis la mano a la cara ni a los ojos. Lavate bien la manos”, le decía Moisés a su papá.
Moisés supo que uno de sus amigos estaba contagiado y lo tenían en el Hospital Universitario. Contó que estaba solo porque no permitían familiares y no había suficientes camas ni personal para la atención de tantos pacientes.
Un día, William llegó empapado a casa luego de una lluvia torrencial. Se empezó a sentir mal. Fiebre, malestar. Él y sus hijos establecieron una conexión: lluvia-gripe-fiebre.
Pero los hijos temían que estuviera contagiado. Así que Moisés llevó a William a un Centro de Diagnóstico Integral (CDI), donde les hicieron unas pruebas rápidas. Dieron negativo. “¿Viste, mijo, que yo no tengo eso?”, le dijo William. Les recomendaron volver a los quince días. No pudieron.
El día trece William empezó a respirar con dificultad. Llevaba días sin comer ni beber suficiente agua. Estaba acostado en la cama. Tenía fiebre alta. Repetía a cada momento: “Yo me tomé el medicamento”, “Voy pal trabajo”. Moisés lo montó en el camión y salió con sus hermanos y su esposa. No sabían a dónde llevarlo, no querían llevarlo al Hospital Universitario. William sudaba frío, iba inconsciente. No respondía a los llamados.
Fueron hasta el Hospital Coromoto. En la entrada les dijeron que no podían atender a William. Había muerto un paciente con coronavirus y estaban desinfectando el área de Emergencias. Retornaron hacia un CDI donde también dijeron que estaban desinfectando y que además el personal iba de salida. Moisés y sus hermanos le dijeron que no querían llevarlo al Hospital Universitario; si su papá moría, preferían que lo hiciera acompañado. Les recomendaron ir al Hospital Adolfo Pons.
Moisés atravesó “una vía repleta de huecos grandísimos”. Ingresaron a William en una sala aislada. Le inyectaron suero con glucosa, esteroides, y le ajustaron una máscara para darle oxígeno. Cuando los pacientes están graves, este tipo de oxigenación es insuficiente. Lo recomendado en estos casos es la intubación, cuando el paciente recibe aire directo a los pulmones a través de un tubo que los médicos pasan por la tráquea.
William reaccionó. Sonrió, levantaba la mano como diciendo “estoy bien”. Varios médicos lo evaluaban.
Moisés vio que varios pacientes dejaban el formulario por llenar y salían del hospital. Vio cómo le llamaban la atención a un hombre que tenía el tapabocas puesto en la cabeza. Tosía y escupía, y se sacudía la nariz sin cubrirse.
—El cuadro clínico de tu papá es bastante delicado –les dijo un médico–. Hay que intubarlo. Pero aquí en el hospital no tenemos cómo hacerlo. Hay que remitirlo al Universitario.
Moisés había conversado con algunos pacientes que llevaban seis días esperando el traslado. Una mujer le contó que su mamá había muerto por covid-19 y tenía cinco días en la morgue.
Unas nuevas pruebas rápidas detectaron anticuerpos en la sangre de William. Moisés se sintió devastado. El médico le practicó pruebas rápidas a todos los hermanos y a la esposa de Moisés. Solo una hermana dio negativo. A los hermanos les pareció extraño porque todos vivían en la misma casa. Una ambulancia los recogería al día siguiente para trasladarlos a un hotel, dijo el médico.
Moisés respondió que había llegado en el camión de la empresa, que no podía dejarlo fuera del hospital.
—Llévalo a la casa y te devuelves.
Eran las once de la noche.
—Doctor, por la hora va a ser difícil volver. Lo más que puedo hacer es llevar el camión a la casa y conseguir que alguien me traiga.
—No puedes hacer eso porque puedes contagiar a la persona que te va a traer.
—Pero no puedo dejar el camión aquí.
—Claro, si lo dejas tantos días te lo desvalijan. Lleva el camión a la casa y te vienes lo más temprano que puedas. A las seis, siete de la mañana debe estar la ambulancia que los va a trasladar.
Moisés planeaba caminar al día siguiente. Haría un recorrido de hora y media.
Cuando llegó a su casa se bañó, remojó su ropa con agua y cloro, y se acostó a dormir. Alrededor de las dos de la madrugada recibió una llamada. Su papá se estaba asfixiando. Coincidió que el oxígeno se consumió y cuando trajeron una nueva bombona no pudieron ajustar el flujómetro, un accesorio que equilibra el paso de oxígeno. En el hospital no tenían herramientas.
Moisés salió tan pronto como pudo con una llave ajustable y una llave de tubo.
2
En su primera mañana en el motel, Joselin recibió el desayuno a la 1 de la tarde, el almuerzo a las 2 y la cena cerca de la medianoche. A su compañera residente, la que presentó fiebre por diez días, la habían dejado en el hospital. Allí recibía el desayuno, almuerzo y cena (todo junto) a las dos, tres de la tarde. A otro residente del mismo grupo lo sacaron de su casa y lo llevaron a cumplir tratamiento a un CDI. Le daban las comidas a las horas, y hasta merienda.
Joselin desayunaba arepa, plátano o yuca con queso; almorzaba pasta, arroz con lentejas o caraotas. Algunas veces dieron carne. En la cena, arepa, pan o bollo con huevo. Joselin recuerda bien el día que dieron hamburguesa y arroz chino.
“Un paciente enfermo necesita proteínas, vitaminas y minerales”, dice Dianela Parra, presidenta del Colegio de Médicos del Zulia. “Nutrientes que están en los vegetales, en las frutas. En el Hospital Universitario solamente dan arroz con granos, y un litro de agua al día, cuando un enfermo necesita hidratación porque en el ambiente hace mucho calor y no hay aire acondicionado”.
Joselin se alegró un día que olió pollo frito y vegetales. Se le hacía agua la boca. Llevaba días comiendo arroz con granos. Cuando buscó el olor, comprobó que estaba alucinando.
Supo que había niños en el motel cuando escuchó los gritos y el llanto de alguien que pedía comida.
—Escuchar a una niña gritar desde la ventana y no poder hacer nada para calmar el hambre de esa bebé es una experiencia que no quiero volver a repetir.
Los pacientes tenían su propia habitación, con televisor, aire acondicionado y baño. Joselin se encerró en la suya a pesar de que podía bajar al estacionamiento. Solía asomarse por la ventana. Pasaba los días en ropa interior para mantener limpios sus dos uniformes, lo único que llevaba cuando la hospitalizaron. Todas las noches, lavaba sus dos mudas de ropa interior.
Luego de varios días de encierro, Joselin salió por la insistencia de varios pacientes. Conoció a Alfonso, un comerciante de Las Pulgas que le contó que su esposa tenía seis meses de embarazo, le urgía salir porque él mantenía la casa. También a Ernesto, un chico de veintitrés años que había regresado de Bogotá con su abuela, abuelo, tía y hermano. Había pasado por dos refugios en Apure hasta que llegó a Maracaibo. Allí le dijeron que si las pruebas rápidas salían negativas los dejaban ir: su abuela, su abuelo, su hermano y su tía dieron negativo. Ernesto fue trasladado a Las Montañas.
Nadie conocía el protocolo de aislamiento. Joselin se enteró de que fueron a buscarla a su casa estando en el motel. “Lo que me molesta es que mi hermana me dijo que le estaban exigiendo las llaves de mi casa. Llevan varios días buscándome cuando tengo semanas encerrada en esta verga”.
La única información que ofrecían a los pacientes era que debían permanecer catorce, quince días en un hotel, mientras llegaba la prueba PCR. A finales de mayo, la OMS actualizó los protocolos para dar de alta a los pacientes. Para los asintomáticos, como los que estaban en el motel Las Montañas, lo recomendado es aislar al paciente por trece días. Pero en el motel había pacientes con treinta, cuarenta días de aislamiento, y con la misma cantidad días esperando el resultado de la prueba PCR.
Una adolescente de 16 años dijo que fue trasladada al motel luego de que el jefe del consejo comunal obligara a su comunidad a hacerse pruebas rápidas. Dijo que ha tenido sangrados y está embarazada, y que ningún médico la ha atendido. Otra mujer dijo que no le daban suficientes pañales para su hijo. A veces pasaban una semana esperando por un jabón. Varias semanas por una pasta dental.
El día once de aislamiento, a Joselin le llegó su período. En el motel no permitían que los pacientes recibieran cosas de afuera, pero Joselin pidió en un grupo de WhatsApp que por favor intentaran llevar toallas sanitarias, ropa, pasta dental, papel toilet y algo de comida.
Un amigo llegó con las cosas. En la entrada del motel estaba una persona vestida con chaleco del Sistema Regional de Salud, quien dijo que estaba prohibido que los pacientes recibieran cosas: “Pueden estar contaminadas”.
—Si le vas a dar la toalla dásela, pero mirá cómo la estáis tratando –contestó el amigo de Joselin–. Le dan de comer arroz con arvejas, arroz con frijoles, arroz con arepa. Deja pasar aunque sea las toallas si la estáis matando de hambre.
Varias personas también protestaron. Dijeron que iban a hacer una excepción. Por primera vez en dos semanas, Joselin pudo vestirse con otra ropa que no fuera su uniforme, pudo comer otra comida que no fuera la del motel y pudo estar tranquila por las toallas sanitarias.
El día dieciocho de estadía, un médico le dijo que había dado positivo en la PCR. Nunca vio su resultado. Según los lineamientos de la OMS, podían haberle dado el alta hacía cinco días. Pero decidieron que iría a otro motel, al Gardenia. Joselin fue trasladada en un autobús repleto de personas paradas y sentadas. Esa noche no recibió cena. Por un error de logística, las comidas las llevaron al motel anterior.
Al segundo día de estadía en el nuevo motel se fue la luz. Joselin estaba acostumbrada porque las interrupciones de energía eran recurrentes en el motel anterior. Desde 2010, Maracaibo ha tenido fallas eléctricas que se han agravado con el paso de los años. Entre marzo y abril de 2019, hubo varios apagones nacionales que dejaron 23 estados sin servicio por varios días. La restitución del servicio tardó más días en Maracaibo que en el resto del país. Desde entonces, se intensificaron las fallas eléctricas en la ciudad. Paradójicamente, Maracaibo fue la primera ciudad de Venezuela en tener alumbrado público y la segunda en Latinoamérica.
El primer trasplante de órgano de Venezuela se hizo en el Hospital Universitario de Maracaibo, donde ahora hay problemas con el servicio de electricidad y el de agua, problemas de personal, de insumos. Dianela Parra, presidenta del Colegio de Médicos del Zulia, dice que en teoría el Universitario es un hospital tipo IV, la categoría más alta en Venezuela. Originalmente tenía 600 camas, dice Dianela, pero con el deterioro, el número ha disminuido a 200, lo cual lo degrada en la práctica a un hospital tipo III.
—Soy cirujano y estoy haciendo un posgrado en Cirugía General y casi no opero –dice Joselin–. Hasta el año pasado funcionaban cuatro pabellones de operación de los 11 que hay en el quinto piso del hospital. No poder operar es algo que nos mata. Es como si no estuviésemos haciendo nada en el posgrado. Se sabe que en Cirugía no todo es operar, pero nuestra habilidad es mover las manos. Es deprimente no tener esos casos que necesitamos para tener el récord quirúrgico.
La duración del posgrado es de cuatro años. Durante ese tiempo, los médicos residentes asisten a clases de lunes a jueves. Además tienen la obligación de prestar servicio en hospitales: hacen guardias de 24 horas cada cinco días, ofrecen una consulta semanal y un día quirúrgico de casos electivos. Los residentes ganan alrededor de 8 dólares mensuales, y el costo trimestral del posgrado es de 20 dólares. Muchos atienden pacientes a domicilio para obtener dinero extra. El hospital exige dedicación exclusiva, así que no se les permite trabajar en centros privados. Joselin se ha retrasado varias veces con el pago del posgrado. Cuando esto ocurre, ha tenido que pagar 10 dólares más de multa.
Freddy Pachano, director de la Escuela de Medicina de la Universidad del Zulia, dijo que hay alrededor de 3000 residentes de posgrado en los hospitales del estado.
Pachano fue uno de los primeros en anunciar casos sospechosos de covid-19 en el Hospital Universitario. Se fue a Colombia cuando el gobernador Omar Prieto declaró: “Este señor Pachano tiene que ser investigado. La investigación es para que nos informe. Si es falsa la información yo le voy a pedir al fiscal del Ministerio Público que levante un procedimiento contra él”.
En mayo, una residente de posgrado fue detenida en Cabimas por publicar presuntamente una foto del presidente Maduro ahorcado, con un mensaje de burla. A finales de junio, Hania Salazar, presidenta del Colegio de Enfermería del Zulia, fue citada al CICPC para rendir declaraciones. “No dicen las razones por las que me están citando”, dijo Salazar en un audio de WhatsApp.
En medio de la pandemia, los residentes de varias especialidades han tenido que asumir nuevas guardias para atender a pacientes con covid-19. Trabajan con trajes protectores, muchas veces comprados por ellos mismos, sin tomar agua ni comer, en lugares sin aire acondicionado. Maracaibo es una de las ciudades más calientes de Venezuela, con temperaturas que alcanzan los 35 grados centígrados.
—Entre los residentes nos organizamos para hacer turnos de seis horas. Descansamos seis, y luego volvemos a trabajar seis más –dice una residente que prefiere no ser identificada–. Llega un momento en que la deshidratación te afecta. Cuando te quitas el traje, es como si te hubiesen echado un balde de agua encima. Si te pellizcan la mano, el pliegue se queda arriba. Tienes claros signos de deshidratación. En el hospital recolectamos agua en botellones, o en las papeleras, para poder bañarnos luego de la guardia. No sale agua por las regaderas.
Los primeros pacientes con covid-19 fueron llevados al séptimo piso del hospital. Cuando este se llenó, llevaron a nuevos pacientes al tercero, al cuarto, al quinto, al octavo. El Universitario dejó de recibir pacientes que no fueran de covid-19, dijeron personas del hospital. En cada guardia, trabaja un médico junto a una o dos enfermeras por piso, donde hay entre veinte y treinta pacientes, dijo un médico del hospital. Hasta enero de 2020 se han ido del Zulia al menos 2537 médicos, dijo Dianela Parra, presidenta del Colegio de Médicos del Zulia.
Cincuenta sectores de seis parroquias de Maracaibo tienen un aislamiento especial por ser focos de contagios. El gobernador Omar Prieto informó que los habitantes de estos sectores solo pueden salir de ocho de la mañana a doce del mediodía.
El 18 de junio, la viceministra de Redes de Salud, Marisela Bermúdez, anunció que dos nuevos hospitales se sumarían a la lista de centinelas, el Chiquinquirá y el Adolfo Pons.
El mismo día del anuncio, el Adolfo Pons ni siquiera tenía herramientas para ajustar las conexiones de una bombona de oxígeno. Por eso Moisés se dirigía al hospital con sus herramientas de plomero.
“Apurate, Moisés, que papá se está ahogando”, le dijo uno de sus hermanos en la entrada del hospital. Moisés corrió hasta la sala donde estaba su papá. “Me ahogo, me ahogo”, decía William. Mientras cambiaba la conexión, miró de reojo que su papá abría la boca y tenía los ojos hinchados. William apretaba fuerte la mano de su hija. “Me ahogo…” Cuando Moisés pudo cambiar la pieza, una médico abrió al máximo la perilla de la bombona. “Me ahogo…” Moisés vio que su papá estaba morado y se esforzaba por tomar aire. Fueron las últimas palabras de William.
Por la mañana, un camillero dijo que lo ayudaran a seguir el protocolo. Moisés y un hermano cubrieron a su papá con dos bolsas negras. Luego lo llevaron a la entrada de la morgue. La Unidad de Epidemiología de la Alcaldía se encargaría del cuerpo. Dijeron que en quince días William iba a ser enterrado y avisarían dónde.
Cuando Joselin entró al primer motel el 26 de mayo, Zulia tenía 39 casos y una muerte. Salió el 30 de junio, con varios kilos menos, luego de 36 días de aislamiento. Zulia registraba 1033 casos y 18 muertos. Ahora es uno de los estados con cuarentena radical en Venezuela, con 2584 casos confirmados y 42 muertes hasta el 20 de julio. Solo podrán trabajar los sectores de servicios públicos, alimentación y medicamentos. Joselin debe cumplir aislamiento domiciliario mientras espera el resultado de una nueva PCR que le hicieron antes de salir del motel. No quiere regresar al Hospital Universitario.
Diez días después de llegar a su casa, supo que a su mamá le dio un infarto en Colombia. Está estable, a la espera de un cateterismo.
Supo que Ernesto, el chico que regresó de Bogotá, salió después de 35 días de aislamiento. Lo dejaron ir después de hacerle pruebas rápidas que dieron negativo. Nunca llegó el resultado de la PCR que le hicieron el 1 de junio.
Supo que Alfonso, el comerciante del mercado Las Pulgas, salió luego de 45 días de aislamiento. Tampoco le llegó el resultado de la PCR que le hicieron el 1 de junio.
Supo que a su compañera residente, la que tuvo diez días de fiebre, la enviaron a su casa después de veintitrés días en el hospital. Le tomaron una muestra PCR y a los 42 días otra más. Espera el resultado de ambas.
Supo que el propio gobernador Omar Prieto dio positivo.
Treinta y un días después de la muerte de William, Moisés aún no sabe dónde está el cuerpo de su padre.
PS: Al cierre de esta publicación, recibí una llamada inesperada de una enfermera con la que había conversado en varias oportunidades. Se escuchaba derrotada; hablaba muy despacio, con agotamiento. Su voz se entrecortaba, como cuando se reprimen las ganas de llorar. Un médico estaba grave y querían trasladarlo a Colombia.
—Estoy preocupada, se nos está muriendo un doctor. Necesitamos una ambulancia con soporte avanzado para trasladarlo a Colombia. Los familiares se lo quieren llevar. ¿Por casualidad tú conoces a alguien con una ambulancia privada? En el Hospital Universitario no hay nada, hoy fueron tres enfermeras a trabajar. Hoy me tocaba trabajar y no fui. Tengo miedo. Estoy en la casa, no quiero salir. Se han muerto compañeras, compañeros de enfermería. También médicos. Si yo me enfermo, me van a tener en una silla, como hicieron con mi compañero. Me van a dejar morir.
Una semana después, el médico murió en Colombia. Hasta el 20 de julio, en el Zulia se han muerto doce médicos, dos enfermeras y un enfermero.
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Los nombres de los entrevistados fueron omitidos o cambiados para proteger su seguridad.