Reportajes y Especiales

Historias | Por unos litros de gasolina

27 de septiembre de 2020

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Por Ricardo Barbar


Lo peor ha sido la lluvia. Las noches de lluvia. Zoraida y su hija Josefina se quedan dentro del carro, a la espera de una gandola de gasolina. Soportan el calor sin poder abrir demasiado las ventanillas. No encienden el aire acondicionado: no hay que agotar las pocas reservas de combustible, porque al día siguiente hay que buscar el desayuno. Zoraida se angustia porque la gandola no llega y no sabe si llegará al día siguiente. En algún momento de la noche se queda dormida, casi siempre rezando el rosario.

Zoraida tiene 84 años, maneja sincrónico y ve por un solo ojo. Hace años le dio una hemorragia en la retina. Lleva tres noches pernoctando en su carro, cerca de una estación de gasolina de Macaracuay, en Caracas. Josefina, su hija mayor, de 64 años, la acompaña en el otro vehículo de la familia. Siempre van juntas a echar gasolina. Una larga fila de motos serpentea la acera de enfrente. La de carros se extiende por varios kilómetros.

–Al principio estaba de número ochenta y pico –dice Zoraida–, pero la gente se fue retirando y ahora estoy de cuarenta y algo. Yo dije que no me iba hasta que le echaran gasolina a mi carro.

Venezuela tuvo la gasolina más barata del mundo hasta principios de marzo de 2020. Ese mes, cuando los primeros casos de covid-19 estaban por reportarse, el suministro de combustible se agravó en todo el país. Caracas –que pocas veces ha sufrido de escasez de gasolina, como sí lo han padecido los estados fronterizos Táchira y Zulia– se llenó de largas filas de carros que bordeaban las calles cercanas a las estaciones. La situación duró meses. El mercado negro, una vez más, ofreció lo que en Venezuela escaseaba: cada litro hasta por cuatro dólares. Entonces, Venezuela se convirtió, de facto, en el país con la gasolina más cara del mundo.

–Antes de que el coronavirus llegara a Venezuela, estuve tres días durmiendo en la avenida Lebrún –recuerda Zoraida–. El último día, a las 11 de la noche, le echaron 10 litros de gasolina a mi carro.

El 30 de mayo de 2020, el presidente Nicolás Maduro anunció un nuevo esquema de suministro y precios de la gasolina. Uno subsidiado, cada litro a 5.000 bolívares (0,026 centavos de dólar), pero limitado: 120 litros mensuales por vehículo y 60 por moto. La otra modalidad, ilimitada, a 0,50 dólares el litro.

El precio de la gasolina no cambió desde 2016 hasta mayo de 2020. Durante ese tiempo, la gasolina fue prácticamente gratuita. A veces el trabajador de la bomba regalaba el combustible o acordaba alguna forma de trueque con el conductor que no tenía efectivo. Bolígrafos, comida, bebidas… Cualquier cosa podía pagar la gasolina. En 2018, una carga de 36.989 litros de gasolina costaba al dueño de la bomba 2,01 bolívares (0,0032 tercios de centavo de dólar). Los trabajadores de la bomba recibían más dinero en propinas que lo que ganaba el dueño de la estación por la venta de gasolina.

Zoraida está en una fila para comprar gasolina subsidiada. Delante de ella, un señor cuenta que llegó con su carro justo cuando estaba en la reserva de gasolina. Varias personas lo han ayudado a empujar su vehículo. No es el único: más adelante, dos carros están unidos por una cuerda, uno hala al otro. Varias personas rodean a Zoraida y la escuchan.

Yo bordo en punto de cruz y cocino para ganar algo de dinero. Hace unos años, me contrataron para hacer hallacas para Makro. Me encargaron más de mil. Y el hombre me pedía más. Yo le decía que ya no tenía dedos. No tenía personal. Sólo contaba con mi hija. Le dije que no le iba a hacer más hallacas, pero al otro año volví a caer porque soy pesetera. Cómo me gustan los reales.

En esta fila, Zoraida no ha sentido tanto temor como en otras, donde los propios conductores le han dicho que se quede dentro del carro, porque la zona es peligrosa. Por las noches, reclina el asiento y estira los pies en el carro de su hija. Permanecer tanto tiempo sentada le produce dolor en las rodillas. Cierran los vidrios porque la noche es más oscura en Venezuela. Hay pocos faroles en la calle, y la iluminación que tienen es un bombillo recargable que llevó Josefina. Entre el calor, los zancudos y el temor de que alguien pase y toque su ventanilla, se levantan varias veces por la madrugada. Pero Zoraida dice que entre todos se cuidan en la fila, que ha hecho muchos amigos y que cuando pase la pandemia los va a invitar a su casa. Como buena llanera, les va a cocinar algo.

Zoraida junto a su hija Josefina y algunos de los conductores que conoció en la fila. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF

Dice que no está cansada, aunque sus tobillos luzcan hinchados. “El cansancio es más por la angustia de que no llega la gandola”. Ha caminado varias veces hasta la estación a preguntar si saben algo de la gandola. Son las 11 de la mañana.

–Yo dije que no me iba a ir. Pero si hoy no llega la gandola a las doce del mediodía me voy.

***

–Mi esposo era un hombre extraordinario. Eso sí, parrandero.

–¿Le gustaba la bebida?

–No tanto la bebida sino las mujeres.

Zoraida, como su madre, se enamoró de un hombre que la familia no aprobaba. Su mamá se casó con un nativo de Guanarito, estado Portuguesa, donde llegaron por primera vez los abuelos de Zoraida. Habían emigrado desde el Líbano en un barco de vapor. Querían que su hija se casara con un libanés, pero lo hizo con un venezolano. Decidieron no apoyarla.

La mamá de Zoraida preparaba comida para los vendedores de madera y para las prostitutas. Su papá tenía unas tierras donde criaba ganado. Le gustaba jugar a los dados. A Zoraida le contaron que a los cuarenta días de nacida sufrió de tétanos, una enfermedad infecciosa causada por una bacteria. Después del episodio, la tía Victoria, una hermana de la mamá que no había podido tener hijos, dijo que quería llevarse a Zoraida a vivir con ella y su esposo, un libanés adinerado del pueblo de Guanarito.

Zoraida tenía 13 años cuando su tía Victoria murió de tétanos. Su tío, al que consideró como padre, le prometió que le dejaría sus bienes cuando él muriera. A los 15 años Zoraida era rica y estaba sola.

Zoraida en su adolescencia en Guanarito, estado Portuguesa. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF

Un año después conoció a Santiago, un hermano de su padre que había regresado de Europa. Nunca lo había visto. Recién se enteraba que era su tío. Zoraida dejó de confesarse en la capilla del colegio porque “estaba en pecado”. El sacerdote le preguntó por qué no había ido al confesionario, que estuviese tranquila, que no estaba mal tener novio a menos que hubiese hecho algo. El sacerdote se persignó cuando escuchó el “pecado”. Zoraida y Santiago se habían enamorado.

Se casaron en secreto cuando ella tenía 17 y él 27 años. Firmaron un documento amañado que decía que Zoraida era mayor de edad. Santiago “era un abogado que sabía sus cosas”. La mamá de Zoraida no lo creyó hasta que vio a su hija embarazada. Al final, su papá y su mamá aceptaron el matrimonio.

Viajaron.

Zoraida fue a tantos países con Santiago, en esas tantas veces que lo invitaron por trabajo. Además era abogado y periodista. Militaba en un partido. Zoraida vivió en Guanarito, estuvo un tiempo en Valencia y finalmente se mudó a Caracas. A los 29 años, tuvo su último hijo. El sexto.

–A veces peleo con mi esposo. Mi hija me dice: “¿mamá, con quién estás peleando?”. Y le respondo: “Coño, con tu papá que se fue y me dejó sola, chica”. Murió de encefalitis en 2003.

Santiago y Zoraida en unas corridas de toros en Valencia, estado Carabobo. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF

En tres días de fila, Zoraida y su hija Josefina han aprendido los trucos para orinar en la calle. De noche o madrugada, orinan fuera del carro, entre dos puertas abiertas; cuando es de día, se ocultan detrás de algún árbol. Cada mañana, Josefina va a la casa donde vive con su madre y prepara el desayuno. Trae suficientes arepas para el almuerzo frío.

–Mis otros hijos han venido: “Mamá, vete a la casa”. No, no me voy a ir. Me quedo aquí. Ahorita me llamó un amigo que tiene una bomba en Catia. Que me vaya, que él me va a meter en la fila. A mí no me gusta. Porque yo sea vieja y tenga el cabello blanco no me le voy a colear a nadie.

En medio de la pandemia, las aglomeraciones pueden ser foco de contagio. “Cuando hay aglomeraciones, hay más probabilidades de que entre en contacto estrecho con alguien que tenga covid‑19 y es más difícil mantener una distancia física de un metro”, dice la OMS. En la fila, varias personas no llevan el tapabocas ni mantienen la distancia establecida. Se juntan, conversan, fuman. En la estación de gasolina hay alrededor de 20 personas aglomeradas preguntando cuándo va a llegar la gasolina. Algunos sin tapabocas. Se ha estimado que si el 100% de la población utiliza tapabocas, la tasa de transmisión del virus puede disminuir entre 25 y 35%. Si ese porcentaje de la población que usa tapabocas baja a 90%, entonces la efectividad de la medida baja a 18%.

Venezuela enfrenta una pandemia con fallas en el servicio de agua y electricidad, escasez de personal de salud, insumos médicos y fármacos. Se le suma el problema de suministro de gasolina, en un país donde “cerca de la mitad de los venezolanos deben recorrer desde 10 a 300 kilómetros para llegar a un centro centinela”, según un trabajo publicado en Prodavinci. El riesgo de morir es mayor cuando las distancias son más largas.

Tener escasez de gasolina significa problemas de transporte, de distribución de insumos, de desplazamiento. En medio de una pandemia, habrá más dificultades para que pacientes, médicos y enfermeras lleguen a los centros de salud. Eso los obliga a caminar o buscar a alguien que los lleve. Mariel Alvarado, médico cirujano de Maracay, es un ejemplo: “Camino 8,5 kilómetros a diario, una hora y media de ida y otra hora y media de vuelta; 2,5 y 2,5 kilómetros cuando puedo agarrar la camioneta. Tengo neuritis intercostal por cargar tanto tiempo el peso de mi bolso. Mi papá se quedó sin gasolina desde hace tres meses y no quiere hacer la cola. He conocido a varios pacientes que llegan con covid-19 al sitio donde trabajo y dicen que creen que se han contagiado haciendo una cola de gasolina, porque es el único sitio donde han estado fuera de su casa”. Cuando el personal no puede llegar al centro de salud, alguien debe asumir el turno de trabajo de quien no pudo llegar.

Recientemente, en Puerto Ordaz, un médico protestó mientras hacía una fila para echar gasolina. Unos policías lo detuvieron y le propinaron una paliza. La periodista Claver Rangel reportó que alguien escuchó que los policías dijeron que quien los llevara a la comisaría obtendría gasolina a cambio. “Un señor se paró y dijo: yo mismo soy”, contó Clavel. El médico salió dos días después con un collarín y signos visibles de maltrato físico.

Cuando casi es mediodía, varias personas empiezan a gritar. A lo lejos se ve una gandola de Petróleos de Venezuela que sigue el curso hacia la estación. Celebran, dicen que lo lograron.

Zoraida se monta en su carro. Delante, el hombre que se quedó sin reservas de gasolina empuja su vehículo. Agarra con una mano el volante y con la otra empuja. Lo próximo es saber cuántos litros van a dar por vehículo.

–Antes llegaba a las bombas y decía “full de 95”. Extraño el país anterior.

Zoraida ha visto casi toda la historia del petróleo en Venezuela. Vivió la bonanza petrolera, vivió El Caracazo, vivió el país donde la gasolina se pagaba con bolígrafos, vivió el país de largas filas y largos días por escasez. Conoció una moneda con menos ceros que compraba mucho más de lo que compra ahora una moneda con tantos ceros. Por eso se pregunta cómo es posible que un kilo de leche valga 3 millones de bolívares, aunque al cambio sean unos 7 dólares, cuando ella la compraba a 300 bolívares.

Hoy no llenará el tanque completo de su carro. Le dicen que solo están surtiendo 20 litros de gasolina a los carros y 35 a las camionetas. “Yo necesito esa limosna de gasolina”, dice. “Si ocurre una emergencia no tengo cómo moverme”.

A pocos metros del surtidor de gasolina, varios militares y policías conversan entre la multitud. Solo algunos usan el tapabocas; otros lo llevan en la barbilla o están sin él. Conversan muy pegados, como si no existiera pandemia. Frente a ellos, en la oficina donde se paga, hay una calcomanía que dice “Use tapabocas, mantenga la distancia, al llegar a casa lávese las manos”.

–Esta es una experiencia muy grande  –dice Zoraida.

–¿Qué saca usted de esta experiencia?

–No sé. Tengo que llegar a pensar a la casa.

 


Este es un trabajo de Ricardo Barbar con fotografías de Alfredo Lasry en el marco del proyecto de Prodavinci y el Centro Pulitzer: COVID-19 llega a un país en crisis: Despachos desde Venezuela, del cual Diario La Nación es aliado

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