Reportajes y Especiales

“¿La estamos torturando en vano?”: la pareja que tuvo que decidir entre salvar la vida de su recién nacida o dejarla morir 

2 de junio de 2019

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«Cada segundo era un regalo improbable y una eternidad angustiante. ¿Morirá mi bebé hoy? ¿Morirá antes del almuerzo? Si me tengo que ir por una hora, ¿morirá mientras no estoy?».

Kelley French nunca imaginó que hacer realidad su sueño de tener una hija la llevaría a quedarse suspendida en la frontera entre la vida y la muerte durante 196 días, habitando un lugar de extremos y fragilidades en el que el tiempo se mide en segundos y minutos o, si las cosas están muy bien, quizás horas. Así lo publica BBC Mundo.

Y es que la experiencia que vivió junto con su esposo Thomas es inimaginable.

A pesar de los más dolorosos esfuerzos por atrasar el parto, su hija nació el 12 de abril de 2011, 4 meses antes de lo supuesto. Pesaba 570 gramos (1 libra 8 onzas) y medía 29 centímetros, lo mismo que una muñeca Barbie.

Desde ese momento, Kelley y Thomas entraron en un mundo íntimo y desconocido: el mundo de los preemies o bebés prematuros. Pero incluso en ese mundo, el caso de su bebita era excepcional: era una micropreemie.

¿Quién merece vivir?

Un embarazo normal dura 40 semanas. Los bebés típicamente nacen entre las semanas 37 y 42.

Si un bebé nace en la semana 22, o antes, usualmente se considera que nació muerto o que fue un aborto involuntario. Los médicos no intervienen pues no se puede hacer nada por él.

Si nace después de unas 25 semanas, la mayoría de los médicos se sienten moral y legalmente obligados a tratar de salvarle la vida.

Entre esos dos momentos, hay un espacio repleto de las más profundas dudas de la existencia: ¿hasta dónde se debe llegar para salvar una vida?, ¿se deben invertir millones de dólares en un solo bebé sin saber si el esfuerzo es en vano?, ¿está bien salvarlo aunque probablemente quede catastróficamente discapacitado?

En ese espacio nació Juniper, la hija de Kelley y Thomas: a las 23 semanas y 6 días.

«¿Qué es más humano?», se preguntaron, «¿hacer todo lo posible para que viva o dejar que la naturaleza siga su curso y decirle adiós?».

Únicamente ellos podían tomar la decisión.

«No queremos que sufra, pero queremos que tenga el chance de vivir», le dijo Thomas a una enfermera especializada.

La zona cero

Probabilidades de que muriera, no importaba cuánto intentaran impedirlo: más del 50%
Probabilidades de que muriera o quedara profundamente incapacitada: 68%
Probabilidades de que muriera o quedara moderadamente discapacitada: 80%
Probabilidades de que viviera y estuviera razonablemente bien: 20%
Esas eran las crueles estadísticas que tenía que tener en mente la pareja.

Tenían al menos la suerte de estar en un país -Estados Unidos-, una ciudad -San Petersburgo, Florida- y un hospital -All Children’s Hospital- con una unidad de cuidados intensivos neonatales que hacía las veces de «un vientre artificial que costaba miles de millones de dólares» a su disposición.

«Era un mundo salido de la ciencia ficción», cuenta Kelley, «con un ejército de especialistas en una instalación que parecía una colmena alienígena».

Un lugar en el que no se oye el llanto de los bebés pues «los tubos que tienen en sus gargantas ahogan el sonido».

Un padre de otro neonato lo llamó «Zona Cero», y Kelley entendió muy bien por qué: «es un lugar que existe fuera del tiempo, lejano a todo».

De piel a piel

A las 23 semanas de gestación, un bebé puede oír y tragar, pero no ver. Responde al dolor, pero no tiene memoria. La superficie de su cerebro es lisa. Su cuerpo está cubierto con una suave pelusa protectora, pero sus pulmones aún no funcionan solos, sus huesos son suaves.

Todo en ellos es frágil

«Su piel era casi translúcida, podías ver su corazón palpitando en el pecho», dice Kelley.

«Se notaba que estaba apenas medio lista», recuerda su esposo Thomas.

Es por eso que los micropreemies no pueden sobrevivir sin ayuda, mucha ayuda.

Juniper tenía tubos en la boca, el ombligo y la mano, así como varios cables que la conectaban con monitores.

Además, tenía una cinta adhesiva que le atravesaba la cara, así que Kelley y Thomas no podían hacer lo que otros padres: quedarse hipnotizados recorriendo con la mirada cada milímetro del rostro de su recién nacido, como si tuvieran que aprendérsela de memoria.

Afortunadamente, con los bebés nunca faltan momentos mágicos.

«La puedes tocar», le dijo la enfermera a Thomas cuando fue a ver a su hija, sorprendiéndolo pues pensó que no se podía.

«Me mostró cómo meter las manos por el pequeño hueco redondo de la incubadora y me explicó cómo tocarla. No puedes frotarles la piel, pues se les desprendería. Cuando nacen tan temprano, solo presionas suavemente».

«Puse mi dedo izquierdo suavemente en la palma de su mano y ella lo agarró con fuerza», agrega Thomas.

«En ese momento todos mis miedos desaparecieron. Ella era lo más hermoso que jamás había visto. Y le dije: ‘Oye, peanut, es papá'».

Aprendizaje forzado

Durante los siguientes días, como lo expresa Kelley, «Juniper siguió no muriéndose».

Ella y su esposo empezaron a aprender cosas que pocos querríamos vernos obligados a saber.

Cosas como que el mayor peligro era que sufriera una hemorragia interventricular: sangrado en el cerebro. El tejido cerebral podía morir, destruyendo la capacidad de movimiento, aprendizaje, lenguaje o, si era demasiado grave, la posibilidad de vivir.

Sus intestinos eran vulnerables a la infección y ruptura, y la podían envenenar.

El ventilador que la mantenía viva estaba perjudicando sus pulmones, y si había un aumento de presión, sus sacos pulmonares se podían reventar.

El oxígeno para mantenerla viva podía dejarla ciega.

Los antibióticos para prevenir una infección podían dañarle los riñones.

Los narcóticos para mantenerla cómoda podían convertirla en una adicta.

Por otro lado, los French aprendieron también sobre un concepto que alivió un poco la carga que tenían sobre sus hombros.

Cuenta Kelley que hay un dicho en neonatología: «esperando a declarar».

Después de que los médicos estabilizan a los bebés, esperan a que estos «declaren sus intenciones y su voluntad».

Suena extraño, sobre todo teniendo en cuenta que sus cerebros aún no están formados, que hasta cierto punto sean ellos los que tomen la decisión de si seguir luchando o morir.

Pero, una de las formas en que «declaran» es mejorando o deteriorándose. Aunque hay otras menos objetivas.

 

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