Reportajes y Especiales
Regresar a casa caminando con un niño de 3 años
28 de junio de 2020
Yaraviceth Mayora, de 26 años, quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó la cuarentena en Colombia. Había migrado a Bogotá con su hijo, hasta que la llegada de la pandemia torció sus planes. A Alexander Jiménez, oriundo de Maturín, al oriente de Venezuela, le ocurrió lo mismo. Ambos echaron a andar sus pies y atravesaron Colombia para volver a tierras conocidas. Son solo dos de los miles de venezolanos que han debido regresar de una primera huida
Raylí Luján
Fotografía de portada
Carlos E. Ramírez
¿Qué es un país sino una frase sin fronteras, una vida?
Ocean Vuong
—154 km para Bucaramanga.
Un enunciado simple pero abrumador.
Era el mensaje que enviaba Yaraviceth a su hermana Deisy, en La Guaira, frente al mar Caribe venezolano, luego de caminar por más de 15 días desde Bogotá. Su destino era Cúcuta, donde esperaba cruzar el Puente Internacional Simón Bolívar para dejar atrás Colombia y nuevamente pisar tierras conocidas.
Yaraviceth Mayora, de 26 años, no caminaba sola. Su hijo de 3 años la acompañaba, con su pequeña bufanda y una chaquetica que apenas le permitían soportar las bajas temperaturas del camino hacia la frontera. Iba, también, su pareja. Durante todo el trayecto, las mascarillas blancas para protegerse del coronavirus les daban algo de calor en el rostro. Habían salido de la capital colombiana el 11 de abril, cuando este país ya contaba 18 días en cuarentena conjurando una pandemia que había matado, para ese momento, a casi 100 mil personas en el mundo.
El 6 de marzo, Colombia confirmó su primer caso positivo en covid-19, el de una joven de 19 años que había llegado a Bogotá desde Italia. A Yaraviceth esto no la inquietó. El negocio de venta de licores en el que trabajaba seguía operando con normalidad. Las primeras medidas tomadas por las autoridades, todavía en fase de prevención y contención, le hacían pensar que la epidemia se detendría con prontitud.
Había algo de incertidumbre en el ambiente, sí, pero las piezas de su vida todavía estaban completas.
No fue sino hasta que anunciaron la prórroga de la cuarentena que se le encendieron las alarmas. Todo un país confinado. Sin fechas ciertas que pudieran marcarse en un calendario. El no futuro.
Yaraviceth entendió que su vida como migrante, que había empezado escasos nueve meses atrás, corría riesgos imposibles de controlar. Si para otros con estatus regular sería difícil, por la emergencia económica y social que había traído la pandemia, para ella lo sería más. Había llegado a Colombia con un carnet fronterizo como único documento válido dentro del territorio y nueve meses después aún lo conservaba como identificación.
Quedó desempleada el 25 de marzo, cuando comenzó el primer periodo de aislamiento obligatorio. Tenía que costear los alimentos para su hijo con los pocos ahorros que conservaba y, aunque el pago del arrendamiento había dejado de ser una prioridad, no dejaba de preocuparle. Sabía que en pocos días ya estaría endeudada.
Fue cuando tomó la decisión que había estado meditando por una semana.
—Vámonos a Catia La Mar —le dijo a su pareja, también sin trabajo tras comenzar la cuarentena. Él había llegado antes que Yaraviceth a Colombia y se había empleado en un autolavado. Ella se vino siguiéndole los pasos en un autobús que tomó en la misma frontera por la que ahora regresará. Lo que ganaba en un local de venta de café en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía sencillamente no le alcanzaba para vivir. Eran nueve horas de trabajo diario por un salario mínimo sin bonificaciones. Dos, tres dólares mensuales, a lo sumo. Había decidido migrar para darle una mejor vida al hijo que había tenido con su anterior pareja, y también ayudar a su hermana Deisy y a varios sobrinos. Este regreso, igual de forzado, no estaba en sus planes.
Pero, a estas alturas, ya lo había entendido: la vida le había cambiado a todo el mundo. No tenía caso resistirse.
El asunto era cómo hacía para regresar.
Yaraviceth había escuchado de otros venezolanos que estaban volviendo a su país con el apoyo de Migración Colombia. Le dijeron que eran traslados humanitarios en más de 20 autobuses desde Soacha, al sur de Bogotá, y Bucaramanga, casi a 400 kilómetros de donde ella vivía. El 4 de abril, 600 venezolanos habían regresado al país voluntariamente a través de este procedimiento.
Un traslado en autobús hasta la frontera con Venezuela le costaba entre 120 mil y 150 mil pesos (unos 37 dólares) que ella no tenía, así que una mañana se enrumbó a una de las sedes de Migración Colombia y también a la Alcaldía de Bogotá. La única respuesta que obtuvo fue que debía esperar. No podían hacer más por ella. Eran cientos de migrantes en las mismas condiciones.
Días después, ya no podrían entrar a Venezuela todos al mismo tiempo. Migración Colombia informó del límite impuesto por el régimen de Nicolás Maduro, de 200 y 100 personas al día para que pudieran atravesar los pasos autorizados en el Puente Internacional Simón Bolívar, en el Norte de Santander, y el Puente Internacional José Antonio Páez, en Arauca, respectivamente. El argumento era la limitada capacidad del país para recibir a los migrantes, aunque autoridades en Venezuela dirían luego que cada día ingresaban al país hasta 700 personas.
Lo cierto es que el colapso ya no podía ocultarse. Desde el 16 de marzo, Venezuela había entrado en cuarentena tras el anuncio del primer caso positivo de coronavirus tres días antes. Entonces, comenzaron a someter a un confinamiento obligatorio a todo el que regresara. Los centros habilitados en San Antonio, La Fría y Rubio, en el estado Táchira, no contaban con las mínimas condiciones para recibir tal cantidad de personas y muchas, como si fuesen migrantes en su propio país, debían esperar en el Puente Binacional de Tienditas, durmiendo en el piso y sin acceso a alimentos y agua.
Todas eran noticias que escuchaba Yaraviceth. Pero, como si escuchara una balacera a lo lejos, todavía no era algo que la inquietara demasiado.
Sin respuestas rápidas de las instituciones a las que acudió en busca de apoyo, no le quedó más opción que caminar. Esperar, como le habían recomendado, era imposible para ella. No tenía dónde quedarse ni tampoco más alimentos para darle a su hijo. Sus últimos pesos los había usado en cancelar lo que debía del alquiler en la fría habitación de la pensión donde vivía. Su arrendatario le había dicho que debía cancelar el mes puntualmente. Y eso hizo.
—No nos están ayudando en nada —le dijo Yaraviceth a un periodista que cubría el masivo retorno de caminantes, en el peaje a la salida de Bogotá en dirección a Chía—. Dicen que no pueden hacer nada por los venezolanos, ni Migración ni la Gobernación ni nadie. Le preguntas a un policía en la autopista sobre qué hacer y no responde. Dicen que están ayudando con mercados a los venezolanos en la calle, es mentira. Estamos tratando de pedir cola, pero nadie quiere.
Yaraviceth había escuchado rumores sobre los venezolanos que habían decidido irse. Se comentaba que ninguno de los que tramitaron el proceso con las alcaldías podría luego regresar a Colombia. Creía que las autoridades aprovechaban la coyuntura para expulsarlos. Y con ello, se aferraba más a la idea de echar a andar sus pies.
Un mes antes, el 17 de marzo, un decreto del alcalde de Pamplona, Humberto Pisciotti Quintero, había avivado la discusión en torno a la xenofobia contra los venezolanos. La normativa prohibía el ingreso y permanencia de migrantes no regularizados en su jurisdicción y suspendía temporalmente los cuatro albergues que les ofrecían alimentación y ayuda humanitaria. Y cuando la marea había bajado, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, copaba las redes sociales diciendo que ya se habían hecho cargo del pago de los alimentos, de los nacimientos, las escuelas y los empleos de los venezolanos. “Qué pena que lo único que no podemos cubrir es el arriendo. Y para eso pedimos un poquito de ayuda del Gobierno Nacional”. La administración de Iván Duque aún no emitía el decreto que prohibía los desalojos, firmado a mediados de abril, pero ya se sabía de cientos de familias venezolanas que habían sido expulsadas de las pensiones donde vivían.
Pero esto ya no era un tema para Yaraviceth.
Seis días después de salir de Bogotá, amparada en la compañía de un grupo de venezolanos que caminaban junto a ella y los suyos, recién llegó a Tunja, la capital de Boyacá. Había avanzado unos 140 kilómetros, que en carro les habría tomado poco más de dos horas. Siglos atrás, esa ciudad universitaria había sido un emplazamiento importante para colonos españoles. Ahora, era el sitio de paso de gente que huía por segunda vez, gente que regresaba de su primera huida.
Agradecía que al menos su hijo, a diferencia de ella, no tenía ampollas en los pies. Y que ellos no eran los únicos en el medio de la nada.
Yaraviceth creía que no soportaría los cambios de temperatura, aquel intenso calor en el día y el frío penetrante en las noches. Pero no había tiempo para el arrepentimiento. Su único cobijo eran unas cuantas prendas que llevaba en la maleta. Y el tapabocas. Agradecía que al menos su hijo, a diferencia de ella, no tenía ampollas en los pies. Y que ellos no eran los únicos en el medio de la nada.
Eran muchos los que hacían el mismo recorrido. Los que ya habían pasado por ahí.
Alexander Jiménez pasó un día antes. Había salido del norte de Bogotá a las 5:00 de la mañana del 12 de abril. La orden de confinamiento le hizo perder su trabajo en una distribuidora de frutas que se vio en la obligación de cerrar. Sin la posibilidad de pagar el alquiler y al verse en la calle, decidió regresar a la casa de su familia en Maturín, al oriente de Venezuela. Se enfrentó al terror de atravesar zonas que le decían que eran “las más peligrosas de Colombia”.
—Estamos asustados. Rogando que no llueva. Nos dicen que no confiemos en nadie, que pasan muchos miembros de la guerrilla por aquí —le contó a su esposa en una nota de voz enviada por WhatsApp. Ella lo esperaba en Maturín junto a sus hijas, mientras él intentaba abrigarse para dormir debajo de un puente junto a otra familia, incluido un bebé de 8 meses.
En Venezuela, el 13 de abril, Nicolás Maduro informaba sobre el regreso por Colombia de 5 mil 800 venezolanos. Junto a otros voceros como Tarek William Saab, fiscal general pro-oficialista, designado por la cuestionada Asamblea Nacional Constituyente, se quejaba del maltrato hacia los migrantes venezolanos en el país vecino y se manifestaba complacido de que estuvieran volviendo al país luego de “renegar de la patria”.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronunció inmediatamente contra lo que calificó como “declaraciones estigmatizantes” por parte de altos funcionarios venezolanos hacia las personas migrantes, a quienes tildaban de “oportunistas”, “apátridas” y “traidores”. Y exigió que se abstuvieran de hacer este tipo de pronunciamientos contra los retornados, a quienes les debían proveer de espacios dignos con condiciones sanitarias para el aislamiento y transporte posterior hacia sus lugares de residencia en el país.
Ya acercándose a Boyacá, pasaron dos personas ofreciéndoles alimentos a Alexander y a sus compañeros de viaje. Algunos fueron tras la comida y al cabo de unas horas todavía no regresaban. Alexander se angustió como si fueran su familia. Ya había caído la noche. En la madrugada aparecieron y contaron que se extraviaron intentando regresar con el grupo.
—Tenemos siete días caminando —se decían unos a otros—. Nadie nos ha ayudado, a pesar de tener niños. No hay apoyo. Los policías vienen escoltando a los camioneros, pero para que no nos dejen subir.
Frente a Alexander, un cartel decía “Boyacá”. Estaban en la cordillera de los Andes oriental, en un departamento que por el noreste comparte frontera con Venezuela.
Pero, tanto para él como para Yaraviceth, aquella era una frontera que apenas podían ver en un mapa.
Distintas organizaciones sociales hacían esfuerzos para dar atención a los caminantes venezolanos en Colombia. Se enfrentaban no solo al obligado confinamiento, sino también a las autoridades policiales que cada día se tornaban más estrictas e impedían la operatividad de albergues y traslados para proveer la alimentación.
Al llegar a Tunja, luego de seis días caminando, Yaraviceth no dudó en contactar a una de esas organizaciones. Estaba agotada de dormir en el monte, de buscar cualquier techo cuando llovía, de ser apartada por vendedores en la vía que, por miedo al virus, le impedían acercarse. Agotada de asimilar como único alimento del día las barras de pan que les regalaban los conductores, en pocas ocasiones acompañadas con sardina, cochino o carne. Se cansó y buscó ayuda enviando un mensaje por WhatsApp a un número telefónico que le facilitaron.
—Lamentablemente no tenemos cómo ayudarlos. Hasta la próxima semana es cuando la alcaldía habilitará buses —le dijo la mujer al otro lado del teléfono.
Los autobuses, efectivamente, estaban desplazándose hasta Cúcuta con cientos de venezolanos a bordo desde distintas zonas del país, aunque no diariamente. Los viajeros debían tramitar el traslado en las alcaldías de las zonas donde residían. Para el 26 de abril, Migración Colombia contabilizaba cerca de 12 mil venezolanos retornados de forma organizada.
Cuatro días después, el número se había incrementado a 15 mil (ya el 15 de junio serían 76 mil). Alexander ya pisaba Parque del Agua, en Bucaramanga. Yaraviceth estaba cerca. Le daba fuerzas el pensamiento de reencontrarse con su hermana y quizá recuperar su puesto de trabajo en el aeropuerto de Maiquetía. Le daba fuerzas pero sabía que esto era muy poco probable, no solo por los puestos de trabajo perdidos por la cuarentena, sino por esa otra pandemia que es la crisis humanitaria que vive Venezuela y que ya la había hecho huir. Calmaba a su familia —y con esto a ella misma— en cada oportunidad que su teléfono marcaba señal, enviándoles imágenes de las comidas que había recibido de algunos habitantes de aquellos parajes que atravesaban.
La Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional de Migrantes (OIM) actualizaron, en aquellos días, la cifra de venezolanos en el exterior: 5,1 millones, de los cuales 1,8 millones se encontraban en Colombia y, de estos, 1,25 millones en situación irregular.
Acnur también manifestaba su preocupación por el desplazamiento de venezolanos que estaba produciendo la crisis generada por la pandemia. Desde la agencia insistían en que los migrantes tomaran en cuenta los riesgos sanitarios al dormir en las calles y hacer concentraciones masivas para exigir apoyo. Se encargaron de ofrecer recomendaciones y atención personalizada para ciudadanos migrantes en riesgo de desalojo, sin alimentos ni acceso a la salud. La situación comenzaba a salirse de control. En Chía, un municipio de Cundinamarca, se había producido una protesta encabezada por venezolanos que pedían traslado inmediato a la frontera. Muchos se habían quedado sin lugar dónde dormir.
Fueron tres días de exigencias y promesas en Chía, por donde Yaraviceth hacía días que había pasado. Los vehículos de transporte público iban saliendo de dos en dos. Mientras los que partían con dirección a Arauca y Cúcuta celebraban que pronto estarían en su país natal, en Rozo (Valle del Cauca) se producía el accidente de un autobús que repatriaba venezolanos. Dos de ellos fallecieron.
Yaraviceth ya había dejado de creer en las ayudas. Migración Colombia emitió un comunicado alertando sobre los peligros de caminar el país para regresar a Venezuela. Dijeron que sancionarían a quienes desobedecieran la orden de aislamiento y buscaran el retorno por sus propios medios.
Pero Yaraviceth también había dejado de creer en las amenazas. Dormir en la calle con su hijo había ido formándole una coraza. Debía asegurarse de sobrevivir y nada más. Ya ni siquiera le preocupaba llegar a Venezuela y encontrarse en uno de esos centros de confinamiento obligatorio en Táchira. Solo quería llegar.
El 1 de mayo, Alexander ya estaba en el Puente Internacional Simón Bolívar. Había logrado subirse a un autobús en Bucaramanga. Al llegar a La Parada, en Cúcuta, equipos sanitarios de Colombia rociaban a los migrantes con hipoclorito sódico, mientras transitaban esa línea imaginaria que divide a Venezuela de Colombia. Del lado venezolano, una comitiva oficial los esperaba para trasladarlos hasta el terminal de pasajeros de San Antonio, donde debían aguardar hasta ser reubicados en un centro de confinamiento. Allí le esperaban cinco días de cuarentena, mientras le hacían el test rápido y una segunda evaluación, la reacción en cadena de la polimerasa, conocida como PCR por sus siglas en inglés, para el despistaje del virus.
El 4 de mayo, Yaraviceth seguía caminando. La piel blanca de su rostro ya estaba colorada por el sol. Apenas había alcanzado atravesar la mitad del camino hacia Cúcuta. Esperaba llegar a Parque del Agua, en Bucaramanga, donde Alexander pudo tomar un autobús. Ella también lo consiguió finalmente y, a las 2:00 de la madrugada del 6 de mayo, partió a Cúcuta.
—Voy caminando y con un niño, sin que nos den cola ni nada. Solo espero llegar —le había dicho a su hermana apenas dos días antes, mientras veía, una vez más, un atardecer colombiano en primer plano.
—Voy caminando y con un niño, sin que nos den cola ni nada. Solo espero llegar —le había dicho a su hermana apenas dos días antes, mientras veía, una vez más, un atardecer colombiano en primer plano.
Cada mensaje suyo, ella lo sabía, era como una fe de vida.
Esta historia fue cedida por el sitio web La Vida de Nos y forma parte de Los Confinados, un especial colombo-venezolano desarrollado en conjunto con la ONG Dejusticia https://www.lavidadenos.com/losconfinados/