Mucha gente piensa, equivocadamente, que el despotismo político-militar implica la existencia de un orden generalizado en la sociedad, en la que ese despotismo impera. No es así. De hecho, puede ser exactamente lo contrario. La situación de Venezuela lo expresa. Aquí impera un despotismo, pero al mismo tiempo el país se deshace en un caos que lo abarca todo. En el imaginario popular se conserva la noción de que los regímenes de Gómez o Pérez Jiménez, en Venezuela, alcanzaron un orden social que estaba asociado con el despotismo, o la llamada “mano dura”. Pero ello no tiene nada que ver con el presente.
En medio del creciente caos, gran parte de la población pierde la esperanza, y unos lo manifiestan emigrando, y otros lo manifiestan resignándose o entregándose, se podría decir que rindiéndose. Tengo la ilusión de que ello sea una realidad que puede cambiar, y cambiar a fondo. No con más despotismo, desde luego, pero sí con el principio de un orden distinto. Un orden humano y digno. No es una redundancia el afirmar que se trata de un derecho del pueblo venezolano.
Los despotismos de signo ortodoxamente ideológico, sean de izquierda o de derecha, tienden a imponer un orden correspondiente en las naciones que despotizan. Así lo enseña la tragedia de los totalitarismos del siglo XX. En especial la dictadura soviética o la nazi, en sus etapas de mayor imposición dictatorial. Similitudes se encuentran con otros despotismos no tan ortodoxos, pero regidos por doctrinas ideológicas. Otro tanto ocurre con los despotismos de naturaleza fundamentalista-religiosa, que pueden llegar a ser extremadamente sectarios y crueles, tal y como se puede apreciar en algunos países islámicos, e incluso en algunas regiones en las que los grupos extremistas han adquirido un poder tiránico.
Pero el despotismo de la hegemonía roja, la autonombrada “revolución bolivarista” es otra cosa. De hecho, no es una cosa específica, sino una mezcolanza, donde el comunismo trasnochado convive con la depredación mercantil más salvaje, y en el cual, quizá, la característica más notoria es el poderío de la criminalidad organizada, incluso con numerosas imbricaciones externas.
Tal tipo de despotismo se ha podido erigir en Venezuela, por la caudalosa riqueza de la bonanza petrolera del siglo XXI, la más prolongada de la historia. Esa bonanza financió a una multitud de mafias, tribus y carteles, que se han enquistado en el Estado y en el conjunto de la economía, sobre todo en la petrolera, depredándola y endeudándola hasta límites tan delirantes, que la nación venezolana está sumida en una catástrofe humanitaria con el barril de petróleo por encima de los sesenta dólares.
De allí la anarquía, el despelote, la incertidumbre que se padece en todos los principales sectores de la vida venezolana. Y esa anarquía, como se ha tratado brevemente de explicar, no es incompatible con el tipo de despotismo que controla el poder en nuestro país. En otras épocas, cuando Venezuela tenía libertad democrática, muchos denunciaban, no sin razón, que se necesitaba un orden claro en la conducción nacional. La llamada “revolución” se aprovechó de esas percepciones para ofertar el aspirado orden… Su penosa trayectoria nos alecciona que se perdió la libertad democrática y se enseñoreó el despotismo anárquico, así se disfrace de justicia liberadora, o de cualquier consigna de tenor parecido.
Si no superamos estos males: tanto el despotismo mafioso como su consecuente anarquía nacional, no tendremos un futuro digno y humano.
(Fernando Luis Egaña)
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